lunes, 30 de julio de 2012

Isaías Peña Gutiérrez: Una visión de El jardín de las Weismann



Una visión de El jardín de las Weismann*
Isaías Peña Gutiérrez

Isaías Peña Gutiérrez
Leída treinta años después de publicada, la novela El jardín de las Weismann, del colombiano Jorge Eliécer Pardo, sigue oliendo a dalias y crisantemos, a rosas y geranios, a cartuchos y gardenias; resuenan en ella tenebrosos conjuros, y mantiene, sin dudas, las cenizas vivas. Publicada en 1978 por la editorial Plaza y Janés de Bogotá, con solo cuatro letras diferentes al título de ahora, es una obra que sintetiza y expresa con valor una época demasiado gris —y extendida hasta hoy— de la vida colombiana. Pero si descartáramos esa función representativa, que muchos colocan en entredicho para el arte literario, también, se sostiene como una obra de gran singularidad estética, muy personal en el contexto de la literatura colombiana de los años setentas del siglo pasado.
Y para mí, como simple lector de las literaturas del mundo, esas dos funciones son de una inmensa importancia. A ellas me quiero referir en estas páginas.
A la distancia, una de las razones por la cual esta novela sobresale entre las de su época, es la de haber encontrado un nuevo horizonte literario sin haber abandonado el referente histórico-político que le pertenecía. Escrita cuando en Colombia los jóvenes le apostaban a una ruptura frente a la novela de la tierra de mediados del siglo XX, o a la literatura de Gabriel García Márquez, utilizando un acercamiento a lo juvenil, musical o deportivo —con tanta validez como las otras—, Pardo no claudicó frente a quienes vetaron la presencia de la sórdida historia colombiana en la narrativa. El gran debate del día —no siempre explícito, sino con la oscuridad soterrada que ha envuelto la vida pública colombiana—, por entonces, fue esa: si haces nueva literatura debes abandonar el tema de la “violencia en Colombia”, como si se tratara de categorías excluyentes. La renovación de las formas literarias —lo sabíamos todos, sin embargo— siempre ha sido correlativa a la renovación de los mismos temas. No se distinguen fondo y forma, si es que pudieran contrastarse. Sin embargo, por los mismos intereses que no han permitido acabar con la violencia política, a los escritores jóvenes de esa época se les prohibió, en el fondo, escribir sobre la violencia colombiana. Y los mismos escritores jóvenes y viejos se autocensuraron. Y no fue difícil hacerlo porque el sistema pactado del Frente Nacional había clausurado el debate y dejado impunes los crímenes cometidos entre liberales y conservadores. De otro lado, no habían sido afortunados, desde el punto de vista literario, los pocos libros de ficción que había producido la llamada “Violencia en Colombia”, nombre que se adoptó para los dos tomos que publicaran Eduardo Umaña Luna, Orlando Fals Borda y Germán Guzán Campos, cuando investigaron y analizaron el fenómeno político y social colombiano de mediados de siglo en adelante.

         El jardín de las Weismann irrumpió, entonces, en ese doble frente: sin abandonarlo, desbordó el tema (lo renovó), y aventuró y forjó su estilo apropiado. Amplío estos tópicos en adelante:
         La confrontación de los partidos tradicionales en Colombia, liberal y conservador, venía desde el siglo XIX —podría decirse desde la constitución misma del Partido Conservador en 1848—, pero fue en 1948, con el asesinato del jefe liberal Jorge Eliécer Gaitán, cuando se llegó a su máxima intensidad. Los desacuerdos doctrinarios entre los dos partidos —sobre todo en religión, educación y economía—, que se habían mantenido en disputa, sin llegar al uso de las armas, desde la Guerra de los Mil Días (al filo entre los siglos XIX y XX), volvieron a ser materia de discordia, esta vez bajo los crueles signos de una guerra “santa” —cuando los homicidios adquieren el rango de satánicos—, a raíz de la exposición de las tesis sociales gaitanistas que, en muchas ocasiones, superaron el bipartidismo liberal-conservador. A la muerte de Gaitán se sucedieron, en breve tiempo, los gobiernos conservadores que auparon la violencia contra los liberales y dieron campo para la creación de grupos o bandas criminales que apoyados o bajo la complicidad del régimen oficial, dieron de baja a sus opositores, de maneras tan violentas que superarían cualquier imagen racional —como sucedería—, y aún peor, cincuenta años después, con la presencia paramilitar resolviendo la continuación de la violencia. Situación que obligó a los liberales, en muchas ocasiones con la aprobación y patrocinio de los jefes del partido, a armarse de igual manera. Significó el nacimiento de las guerrillas liberales en diferentes partes del país. Luego, vendrían las traiciones de los jefes del partido y los pactos de no agresión con el conservatismo, sin que la rama judicial del Estado hubiera dirimido ningún caso. Y así la impunidad alojaría en sus nichos apropiados los huevos de la nueva violencia —la que partiría con el Frente Nacional pactado en 1958—. Pero la novela de Pardo llega hasta ahí, sin encubrimientos, ni máscaras. Las relaciones entre civiles, militares y religiosos, se convierten, en la novela, en el telón de fondo de una historia sencilla, sólo oscurecida por los autores de la misma violencia política. La patología que padecerá el país sesenta años después, puede verse con claridad ahí. Sin ella, hoy no se comprende nada.

         Allí, pues, están los sacerdotes y la religión, los civiles y sus intereses privados, los políticos y los militares con sus propias disputas. Sólo que el novelista —hablo de Pardo— mira hacia otros horizontes de gran o pequeño espectro, para poder romper el horizonte de la novelística colombiana en ese momento.
Y se encuentra con que en el país viven, además de los colombianos, otros seres humanos desplazados por otras guerras —porque la inhumana guerra es humana y existe en todo el planeta Tierra—, seres que llegaron con heridas atroces y con grandes ausencias. Huyendo, desplazadas por la Primera Guerra Mundial, de Alemania, cuatro mujeres han subido por el río Magdalena hasta llegar al interior del país y se han instalado en una casa adornada con un hermoso antejardín. Y frente al pasado —dice la leyenda—, para vengar las muertes violentas de sus padres en Berlín, fundan en un pueblo colombiano la Casa del Amor y la Ternura. No es la primera vez que se fusionan, se comprometen o se citan, el amor y la muerte. Pero en las versiones literarias anteriores sobre la violencia en Colombia, ningún escritor colombiano lo había propuesta de esta manera. Consolida así, Pardo, un doble juego que sintetizará poéticamente —ni lírico, ni épico, mas bien dramatúrgico— frente al desprevenido lector: una escenografía, concreta y compleja, de diferentes nacionalidades, es decir, dos guerras distintas con un mismo sustrato de dolor y barbarie, con un ingrediente que dinamiza y cataliza las contradicciones sociales: el amor que atraviesa todas las desventuras humanas. No ve Pardo la violencia como un cuerpo ajeno e impoluto, como se veía en algunas obras literarias de entonces, sino que la concibe como en una tragedia griega: la violencia atada de manera ciega a todas las verdades del ser humano. Donde el amor busca neutralizarla o acompañarla con los resultados más contradictorios del mundo.
Por eso, en esa prodigiosa síntesis de cien páginas que es El jardín de las Weismann, bello, tenso y angustiado poema sinfónico, se plantean los dos dramas con todas sus implicaciones: el de las cuatro gemelas huérfanas que llegan por mar —con sus historias de marineros, tan intensas a pesar de la brevedad— a preparar su venganza inútil, a colonizar nuevas tierras, a perderse en la huida que no tiene final, y sus seis hijas gemelas, más la hija del cura, nacidas en Colombia, sombras misteriosas en un convento que las acoge con la culpa de una sociedad que peca y reza para “empatar”, y que más tarde llegarán, también en la oscuridad —porque este es el país de las eternas tinieblas, de las confusas tinieblas, de las “complejas” tinieblas— a la Casa del Amor y la Ternura a tratar de superar el reino de la horfandad y de la soledad de sus madres, sin que lo logren nunca, porque, como en Alemania, sobre Colombia pesa el designio de la primera frase de otra gran novela premonitoria: antes que el amor, en un juego del azar, siempre nos la ganó la violencia (La Vorágine); y el otro drama, el de quienes, desplazados por las masacres de la violencia en su propia tierra, se han ido a las montañas y a los ríos y luego regresan en busca de un exilio siquiera temporal, en este caso literario, en la casa de los pinos, atravesando el jardín de las Weismann, sin saber que, a la final, no será el jardín del Edén, ni el de las Delicias, sino el del Infierno, como en el Jardín de El Bosco, el que los alojará de por vida.
La estructura de poema sinfónico, que va y viene en una temporalidad fragmentada entre la juventud de madres e hijas, y entre la Gran Guerra del 14 y nuestra violenta guerra doméstica (no domesticada) del 48, se aviene, de manera admirable y sorpresiva para los años setentas, con el coro y las coreografías permanentes de las Weismann, de sus profundos lamentos lorquianos, de sus apasionados susurros amorosos, de las penas no redimidas y siempre aplazadas, y de sus decisiones astutas (recordar “los zorros y los erizos” de Isaiah Berlin), frente a una sociedad falaz, oscurantista, conservadora, que las ha obligado a esconder a sus hijas apenas nacidas, que oblitera el derecho de oposición en los demás, que las persigue en su credo del amor y la ternura hasta llegar, sin lugar para la reconciliación, al incendio y destrucción de la casa misma, porque en la visión cavernaria los peores enemigos públicos y particuales resultan ser el Amor y la Ternura.
El poema termina con una visión elegíaca que treinta años después no ha podido ser más cierta, de un fatalismo premonitorio impresionante. Los asesinatos y los genocidios oficiales, o para-oficiales, se extenderían camuflados de tantas y distintas maneras que la misma población civil, confundida y excitada, ha aceptado y aplaudido la degradación de la guerra.

[En 2008, el autor revisó la novela y le suprimió algunas frases, morigeró el léxico y niveló el lenguaje literario. Creo que no perdió su intensidad y sí ganó en estilo —como se decía hace unas décadas—. Si no me engaño, como diría Borges, esta novela se debe catalogar entre las mejores de la segunda mitad del siglo pasado en Colombia].



Bavaria, 12 de mayo de 2009

Isaías Peña Gutiérrez, nació en Saladoblanco, municipio del departamento del Huila, en 1943. Escritor, periodista y profesor universitario. Estudió Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, en la U. Externado de Colombia (1964-1968); Literatura Hispanoamericana, en el Instituto Caro y Cuervo, Seminario Andrés Bello (1974-1975); Español y Literatura, en la Universidad Pedagógica de Colombia (1977-1978). Y en talleres y seminarios de extensión, Fotografía, Cine y Teatro.
 Ha publicado los siguientes libros:
Cinco cuentistas (1972); La generación del bloqueo y del estado de sitio (1973); Estudios de literatura (1979); La narrativa del Frente Nacional (1982); Manual de la literatura latinoamericana (1987); Breve historia de José Eustasio Rivera (1988); Yo soy la tierra: Manuel Mejía Vallejo (1990); Escribir para respirar (1998); Ensayos y contraseñas de la literatura colombiana (2002); La puerta y la historia (2004).




* Nota inédita.

Carlos Orlando Pardo Historia secreta de El Jardín de las Weismann



Historia secreta de El Jardín de las Weismann*
Carlos Orlando Pardo

Carlos Orlando Pardo
Mucho más acá de las novelas se encuentra casi siempre una historia secreta que contribuye a explicar de una mejor manera las raíces de un libro. Ese pequeño itinerario de cómo fue elaborándose un texto y las aventuras y desventuras de su camino seguramente no pasarán más que a la anécdota, pero prefigura en muchos casos un ejemplo sobre el oficio de escribir.
Jorge Eliécer Pardo, 1976
Tenía el autor veintiséis años cuando a pedido del director de una revista agropecuaria que se hacía en Ibagué, publicó un cuento titulado El Jardín de las Hartmann. Para entonces, algunos de sus lectores, entre ellos Germán Santamaría y yo, encontrábamos allí el germen de una novela cuya observación le transmitimos y que él, sin decir nada, apenas dibujando preguntas con su mirada larga, conservó silencioso. De allí en adelante pude verlo trabajando por semanas sin que se atreviera a mostrar una sola línea, hasta que pocos meses después tenía el pequeño mamotreto escrito en una vieja máquina portátil de caracteres desalineados. Lo leímos en voz alta entendiendo sin muchas pretensiones que era un libro inicial digno y que valdría la pena publicarse. 



No era fácil, así se tuviera un volumen de cuentos divulgado cinco años atrás que hiciera en mi compañía bajo el título de Las Primeras Palabras y se anexara el prontuario de haber sido ganador y finalista en algunos premios nacionales. Acudimos a Germán Vargas Cantillo quien recibió con entusiasmo el libro de cuentos y que independientemente de encarnar como miembro del Grupo de la Cueva a uno de los amigos más cercanos a Gabriel García Márquez, tenía un bien ganado prestigio como comentarista y una definida influencia en las editoriales. Con él en Ibagué visitando la ciudad como jurado de un concurso nacional de cuento, hacia 1975, habíamos comenzado una amistad que duró hasta su muerte y no fue poco lo aprendido de sus experiencias y lecturas. Después de entregarle los originales de El Jardín de las Hartmann, durante largos días esperamos ansiosos una señal, hasta que una tarde nos llegó una de sus pequeñas y bien escritas notas donde contaba su recomendación a la editorial española Plaza y Janés porque el libro lo había dejado con una grata impresión. Entre tanto, también lo despachamos por correo a Fernando Soto Aparicio, quien igualmente le ofreció su respaldo con la misma casa editora. El español Virgilio Cuesta, por entonces gerente de la compañía, no dudó en publicarlo dentro de su selecta colección Rotativa de autores colombianos. Con una ilustración del pintor Carlos Granada apareció por vez primera el libro y para entonces lejos estábamos de imaginar que la novela tendría a lo largo del tiempo sucesivas ediciones, tan variados y positivos resultados entre consagrados críticos de varios lugares del mundo y las traducciones de que ha sido objeto.


Jorge Eliécer Pardo tenía claro desde aquellos días de su juventud cómo debería estar lejos del provincialismo así contara la comarca pero con el tinte poético alrededor de la violencia. Se trataba de una visión diferente luego de haberse bebido buena parte de la literatura que la trata, para no caer, como diría García Márquez, en el famoso inventario de muertos. Era otra cara de la moneda con el aditamento de combinar nuestras desgracias frente a la intimidación y el fanatismo con las sucedidas a unas inmigrantes alemanas que terminan en este territorio. Tanto el apellido como la imagen física de ellas cuidando su jardín en una casa que siempre Jorge Eliécer veía camino de la escuela primero y luego del colegio, le sirvieron muchos años después para encontrar un perfil de lo que se proponía. No fue nunca ni su vida ni su historia salvo que llegaron de un país en el que la guerra tenía honda huella y repercusión mundial.

Las reseñas al publicarse la novela no fueron pocas, pero tampoco las ventas porque el libro desaparecía con inusitada rapidez. No le fue difícil al autor comenzar a indagar qué tipo de lectores lo buscaban y la respuesta de los encargados siempre fue la misma. Ante todo un señor de ojos azules, botas amarillas, pasos largos y una mirada como desafiante. Confundiendo entonces la realidad y la ficción, uno de los Hartmann, el mismo que compraba los libros, llega a su oficina en Bogotá donde trabajaba al lado de Germán Guzmán Campos en el Ministerio de Salud. Al señor Hartmann, de casi dos metros de estatura, no era difícil adivinarle un bulto al lado de la correa porque siempre estuvimos acostumbrados desde niños a saber cuándo un hombre estaba armado. Sin dejar que la secretaria lo anunciara, de dos o tres zancadas estuvo al frente de su escritorio de Jorge Eliécer preguntándole sin saludar si sabía quién era. No lo sé, le dijo mientras el hombre votó su cédula sobre el escritorio diciendo que era Hartmann. ¿Y? pues recoja ya su folleto de las librerías o usted puede considerarse muerto. ¿Por qué? Porque usted denigra de mi familia, calumnia a mi familia, dice mentiras de mi familia y eso no lo voy a permitir. Usted está equivocado señor, ahí figuran son mis hermanas, está Gloria, está Sofía, está María Victoria, en fin. ¿Y por qué no le puso al folleto el jardín de las Pardo, hijueputa?

Jorge Eliécer Pardo, Augusto Trujillo y Germán Guzmán Campos, atrás, Francisco Sánchez, 1979
Lo cierto es que el hombre salió con zancadas más largas con las que había llegado y Jorge Eliécer se quedó anonadado hasta que llegó Germán Guzmán Campos a brindarle consuelo y ejemplos, él tan acostumbrado a los casos de violencia y a conversar con los más impetuosos del país por entonces. A pesar de los esfuerzos de Monseñor, Jorge terminó viniéndose para Ibagué a visitar a su familia y cuando se lo dijo a mi padre, un hombre duro que hablaba como un poeta que nunca escribió un verso, se acomodó despacio en el sofá de la sala y le dijo que no tuviera miedo, que ahí estaba él que conocía de todos los artilugios de la guerra.

El libro siguió su marcha triunfal pero al autor no lo abandonaba el miedo, mucho más cuando supo por las noticias del periódico local y algunas emisoras que se preparaba un homenaje de desagravio a las Hartmann en el Líbano. Y se hizo con una misa ofrecida por el padre Salazar, que bautizó a Jorge Eliécer y le dio la hostia de la primera comunión. La homilía en honor a la familia fue extensa y al final, el hombre de ojos azules y botas amarillas procedió en pleno parque a quemar las novelas que había comprado en Bogotá.

Las ediciones siguieron hasta que las llamadas amenazantes y repetidas lo impulsaron a determinar cuanto antes el cambio del nombre. Una tarde de sábado en medio del descanso y el ocio creativo, la mirada distraída sobre el directorio telefónico de Bogotá le dio la idea recordando a Ernest Hemingway. Empezó entonces la tarea de su lectura sin que el mamotreto lo agotara porque estaba empeñado en tropezarse con un apellido alemán que no le diera tanta brega. Muchas horas después los ojos se le iluminaron con el apellido Weismann. La tentación de llamar no se hizo esperar y tras varios repiqueteos por fin alguien respondió. ¿El señor Weismann? Disculpe usted, le contestó la voz amable y cascada de una mujer mayor. El último de ellos murió hace tres años. Soy el ama de llaves. Sin decir nada más y, colgando en medio de un gran alivio, se dijo que ese sería el apellido de las Hartmann de ahí en adelante.

No faltaron las críticas señalándolo como farsante, que cómo era posible que la misma novela se publicara con un título diferente, que eso era engañar a los lectores, que hasta dónde la simulación. Todas aquellas voces jamás dijeron nada del libro en sí sino buscaron la forma de desfigurar al autor y en apariencia hacerlo quedar como un estafador. Sin embargo, como para complacerlos, apareció la versión para televisión realizada por Caracol bajo el título de La estrella de las Baum. Con las máximas figuras de entonces en la pantalla chica, la historia llegó a buena parte de los hogares colombianos sin pedir permiso durante muchos meses y con un excelente resultado de audiencia. No faltó entonces quién la editara bajo este nombre aprovechando el éxito televisivo. Pero los años pasaron y la obra retornó al título definitivo con el que salieron las otras ediciones. Lo claro por ahora es que su tono poético, su visión diferente a lo escrito sobre la violencia por entonces, le fueron entregando satisfacciones a su autor, hasta el punto de ser texto en la Universidad de la Sorbona, en París, en algunas universidades norteamericanas con edición en inglés primero y bilingüe después, en obra de obligada lectura en talleres literarios como el de Raymound Williams, en fin, llegó hace ya treinta años para quedarse como un pequeño clásico de la literatura colombiana.

Carlos Orlando Pardo, nació en El Líbano,Tolima,1947. Es licenciado en Español de la Universidad Pedagógica Nacional de la cual fue profesor y en 1995 la Universidad Simón Bolívar de Barranquilla le entregó el doctorado Honoris Causa. Fue codirector del programa cultural Hablemos de… que fuera transmitido por Señal Colombia durante cuatro años y que hizo en compañía de los escritores y periodistas Alberto Duque López y Germán Santamaría. Su trabajo ha sido ampliamente comentado por importantes críticos, escritores y periodistas culturales del país y el exterior.





* Nota inédita.

Cecilia Caicedo El Jardín de las Weismann, una propuesta de resistencia política


El Jardín de las Weismann:
una propuesta de resistencia política[1]
Cecilia Caicedo J de Cajigas

Cecilia Caicedo Jurado de Cajigas
Las relecturas de los textos tienen como función confirmarnos o alejarnos inexorablemente de ellos. Sin embargo para emprender una segunda lectura se  precisa de un interrogante: ¿por qué volver a un texto ya conocido? Y en ello ya hay una elección de gusto. Vargas Llosa sostiene que por placer estético vuelve una y otra vez a la lectura de Madame Bovary, clásico francés del XIX, que gira alrededor de una veleidosa y a la vez sublime mujer provinciana, lectora de romances y enamorada del amor. 
Carlos Orlando Pardo, Mario Vargas Llosa y Jorge Eliécer Pardo, 1972

Para la edición del presente volumen realicé la reelectura de El Jardín de las Weismann, deliciosa tarea que reinstala al lector en la gramática de la violencia política colombiana, desde la mirada trasgresora de un grupo de mujeres extranjeras, esculturas del amor viviente que al instalarse en este suelo nuestro encuentran su propia gramática de narración, estableciendo una verdadera polifonía de voces femeninas. Las alemanas, hermanas gemelas, bellas todas y extraviadas en los caminos de América a expensas del desastre de la primera guerra mundial, le permiten al autor presentar, desde la metáfora, una concepción política de una Colombia convulsa en el fragor de la batalla bipartidista de la tradición nacional hacia la mitad del siglo XX.

El piso exterior de la novela El Jardín de las Weismann[2] da cuenta de las niñas desoladas que sin saber español siquiera cruzan la mar oceana, protegidas por un marino hispánico que no pudo alcanzar el propósito de la seducción y se  vio obligado a asumir el rol del padre protector:

El marinero tatuado le pidió a Yolanda Weismann una conversación mirando el mar, mirando lo indefinible en la distancia. Era español pero había recorrido muchos sitios en busca de una mujer que lo hiciera quedar en cualquier puerto del mundo…..Desde ese día, la contemplaba desde la distancia, con los ojos llenos de lágrimas. Una niña de estas, tan bella, que se salvó de la guerra, no puede morir en el mar por culpa de nosotros. (53-54).


 Con unas cuantas cartas y otras tantas direcciones y nombres de sus paisanos alemanes llegan a Colombia dos parejas de hermanas gemelas, a una ciudad gris, dice el texto, que siguiendo la ruta del río  Magdalena las lleva a instalarse,  en un pueblo cordillerano, prolífico en su vegetación y en los rencores fratricidas de la politiquería vernácula. Solas, se instalan en un pueblo sin amigos, sin idioma, sin cómplices de ningún tipo. Extranjeras, ese es el primer rasgo característico, y de suyo ya es un marcador importante, extranjeras-extrañadas  y por lo tanto opcionadas para crear su propio mundo porque no hay ataduras con la externalidad y la forma cultural que las atrape. Y desde esa opción de la distancia cultural, fundan su propio espacio: La casa del amor y la Ternura: Comprensión, Cariño. Precios módicos.

De su actuación de fundantes se desprende la opción de reinventar el espacio, y en ellas por su condición de expatriadas, de caminantes obligadas, de viajeras que salen en huida, surge la posibilidad de crear una morada no solo distinta sino opuesta a lo que queda atrás, en la lejana Alemania. Fundar y modelar un paraíso primigenio, por eso esta novela parte de un concepto pos adánico. Cometidos los pecados sociales, no por ellas, sino en los escenarios públicos de los dos espacios referidos, que además tienen idénticos soportes de violación y de terror, tanto en los tiempos de la gran guerra europea, la primera mundial que lanza a las primeras cuatro Weismann, hacia Colombia por los años de 1917, huyéndole a los cruentos tiempos de esa guerra, y que igual ellas y sus descendientes seguirán los sucesos de la agitada Europa de la primera mitad del siglo XX desde la otra orilla del Atlántico, oyendo por la radio, los sucesos terribles de la segunda guerra europea en donde la Alemania Nazi persiguió y exterminó a judíos, que bien podían apellidarse Hartmann, Baum o Weismann, y cuyos supervivientes se convirtieron como el judío errante del otro paraíso de la catolicidad, en caminantes y repobladores de diversas partes del mundo.

Estas hermanas gemelas con las que se da curso a esta que será la saga de las Weismann en tanto ya  en suelo colombiano ellas han concebido y creado a sus descendientes que nuevamente vienen en parejas de mujeres gemelas, igualmente asistirán a la confrontación local gestada en tiempos de Laureano Gómez, el gran Burundún, Burunda, como lo llamó Zalamea en un hermoso texto en donde da cuenta del gran papagayo de cristal. Y en la escala local narrada en la diégesis narrativa, El Jardín de las Weismann, da cuenta de un panorama similar al de la referencia europea, aquí los Rodríguez y otros hombres y mujeres con apellidos o hispanos o indios, fueron obligados a huir, dejando la parcela, el labrantío, los pequeños o medianos haberes cuando el partido conservador, invocando la supuesta fuerza de un determinado color político obligó a las gentes de las veredas perdidas entre el risco y la montaña, a ríos humanos, a pueblos completos, a abandonar su querencia, la parcela, el hogar y el fuego construidos con el amor que da el tiempo y la constancia, para que los caciques del  color político triunfante, ayudados por el poder de los gendarmes y las armas,  se apoderaran de la vida, honra y bienes de los desplazados políticos.

Si bien son muchas las novelas colombianas que dan cuenta del terror de esa violencia ciega, liberal-conservadora, de mitad del XX colombiano, como igual existen textos y películas y obras de arte que narran el dolor impuesto por el nazismo en la Europa sacudida por los conflictos bélicos de la Segunda Gran guerra Mundial; para el caso colombiano en la novela de Jorge Eliécer Pardo, el tema es ciertamente el ya referido, pero el lector se encuentra con una variante poética de suma fuerza e importancia.

Las mujeres Weismann vienen huyéndole a un espacio marcado por el absurdo de la guerra mundial que marca los inicios del siglo XX europeo y que será expresada de manera siniestra cuando se produce la segunda guerra en la cuarta década del mismo siglo, en donde una franja de alemanes  invocaron, entre otros argumentos, la creencia en una raza superior, como justificación emblemática para usar la tortura, el dolor y la expoliación, que será seguida, por la radio, por la primera y la segunda generación de mujeres Weismann, viviendo ya en territorio colombiano.

La peregrinación por esos dos espacios les proporciona la sabiduría necesaria para asumir que aquí como allá, en proporciones diferentes, se aplica con métodos y estrategias tropicales la dominación de unos grupos humanos sobre otros. Tanto la lejana cuna europea como el espacio colombiano encontrado parten de idéntica premisa: La ley del más fuerte para erigir su poder y su victoria. Las Weismann deciden la fundación de su nueva casa enarbolando una novedosa propuesta de resistencia desde una concepción  pos adánica, con el propósito de  suplantar el terror por el amor, la imposición  por la palabra, el dolor por la ternura, el desamor por el encuentro desde, en y, con la piel. Y en este que vendría siendo el segundo piso de la novela, juega papel importante el humor. Desacraliza un mundo conventual y pacato, desde una mirada adolescente y romántica. Piel y palabra erotizada, juego político y choque cultural con el medio provinciano. Las mujeres parroquiales sienten que se sacude su cerrado circuito cotidiano pero igual la gendarmería que guarda el beneplácito de la oficialidad, siente la presencia de ojos, brazos, caricias, sexo, encuentro gozoso del amor, todo en función de subvertir el orden. Y subvertir puede ser asumido como lo que se “vuelve a verter”, echar a andar las aguas nuevamente, refundar el espacio político y el cultural cotidiano, el aquí y ahora de la intimidad, porque las Weismann intuyen que si logran la transformación del nuevo espacio que están morando podrán regresar, y solo entonces, a su primigenio espacio alemán.


Y en esa postura epistemológica hay un quiebre radical en la refundación de la morada de las Weismann,  que bien parece responder al llamado del poeta Aurelio Arturo que en su Morada al Sur invoca la relación de bionomía connatural entre el poblador y la tierra: Torna torna a esta tierra /donde es dulce la vida...[3]

La idea de retornar a su Alemania acompaña permanentemente a las sucesivas generaciones Weismann, como en todo expatriado, por la saudade que envuelve a quien se encuentra lejos de su cueva-espacio-útero, deseoso de volver como Ulises a su Ítaca, en donde a mas de los brazos de Penélope y Telémaco lo esperan los quesos hechos con la leche de sus cabras.


Por eso sostengo que la refundación de  su nuevo espacio no puede ser sino  post adánica, porque es justamente el dolor sufrido por ellas en su cueva alemana ancestral, y lo visto y sentido en el dolor de otros en la cueva nueva del refugio americano,  lo que las motiva, las invita y les impone el cambio total. Desde la visión del narrador, por la emanación de ese lenguaje, podemos sentir que al describir las situaciones y los acontecimientos, no sólo nos da formas y apariencias, sino que precisa las claves de las Weismann y su lugar en el mundo. 

En el concepto de renovación hay un nuevo logos, nueva aprehensión para la vida posible. Morar la morada es superior a habitar un espacio, morar es llenar de destino y sentido el espacio en armonía con el sueño del “deber ser” soñado. Por eso las Weismann se acogen al espacio tropical, a la magnanimidad de los colores, a la tesitura del canto de los pájaros, al verde tropical y a la feracidad del suelo. Suelo hecho pasión y sensación y sentidos desde la creación misma. Y a ese circuito las Weismann le suman la virtud de sanar, de escanciar por el placer y la ternura el tamiz de la vida. Y claro la refundación es en si misma revolucionaria, transgresora del orden constituido de violencia y de tortura. El autor sabe que inevitablemente inventamos nuestros recuerdos, por eso las Weismann se dan al oficio de reinventar no las circunstancias, sino de construir la atmósfera de su propio paraíso soñado.

Los leit motiv usados en perfecta sincronía con lo deseado por las Weismann,  que hablan desde los ojos del narrador que las describe, son  proponentes de un espacio de diálogo, de encuentro, de amor y de pasión. Mujeres niñas, que vienen en parejas, siempre dos gemelas, como Tepeu y Gutumaz, los dioses de la palabra formadora mesoamericana. Lo primero el jardín, a continuación la descripción de las alcobas del amor. Y en uno y otro los sentidos: olfato, vista, tacto. Y por supuesto las claves: tres golpes en la puerta, suaves, cadenciosos para anunciar o a Ramoncito niño, Ramón revolucionario, Ramón el perseguido. O al cura, voz de la oficialidad presta a poner orden, igualmente seducido por los sentidos que se estimulan por el eros juguetón de la palabra que embriaga.

Y a este tenor del eje argumentativo, el episodio del cura seducido por la palabra y el encanto de Yolanda tiene bajo el tamiz de su construcción un hipotexto que viene desde la remota tradición colonial, en autoría de la Monja Tunjana, Sor Josefa del Castillo y Guevara, que escribió su “Vida” y “Afectos Espirituales” en la paz del Convento de Santa Clara, en donde encontró “la atmósfera enrarecida en la cual el tiempo parecía haberse anclado en el siglo XVI”[4]. En uno de sus “Afectos”, señala hermosamente que estando, ardida en fiebres, a la hora del amanecer, en la hora de la ensoñación, el claroscuro rodeando la soledad de su habitación, paredes blancas, una cama jergón,  los primeros y tímidos rayos de luz  penetran por su puerta  entreabierta iluminando al Cristo Crucificado, único motivo que acompaña su aposento monjil. Y ese instante, “deliquios del amor divino”, es aprehendido por el lente narrativo que se detiene en el preciosismo de la descripción para subrayar el sentido de la fruición desde la cual la monja tunjana contempla al Dios amado, mediante una manifiesta y despierta sensualidad, propia además del barroco americano.

Desde ese precioso hipotexto, emblemático del  “misticismo que se ciñe a nuevos módulos para la plegaria, maneras del saboreo y del tratamiento de los manjares, que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso” afirmación anterior formulada por José Lezama Lima[5], para referir un elemento esencial de los barrocos culteranos, de ese hipotexto  de la monja tunjana en relación hipertextual no explicitada por Pardo en El jardín de las Weismann se lee:

Yo estaba en mi cama, sola, cuando sentí que el cuerpo se me agrandaba, es para que descifre la situación, padre, vi una luz que penetraba por debajo de la puerta, ¿ quiere ver cuál es la puerta?, camine por aquí padre… Son las tres de la mañana, lo sé porque escucho el reloj desde este sitio con la misma nitidez como se puede escuchar desde el comedor. Se recostó en la cama completamente blanca. Las palabras salían con la misma delicadeza del lugar, con la misma delicadeza como el cura respondía al presunto milagro… Yolanda sintió que dos ángeles salían de su intimidad pero solamente nació la última de las Weismann, sin gemela, y ellas alarmadas comentaron que estos eran asuntos de Dios y de sus ministros [6].


La relación hipertextual funciona en la novela de Pardo desde un lenguaje paródico, y como tal el desencadenante es el humor ingenuo que nos permite leer la manera como la Weismann explica al sacerdote el sentido milagrero de su casa del amor y la ternura, el código de lectura, es el del espejo que viene a reflejar  lo religioso desde elementos culturales que reordenan e interpretan “la casa del amor” de las Weismann para contrarrestar las concepciones rígidas con que inveteradamente se ha interpretado el cuerpo de mujer y las relaciones políticas prohibidas al género femenino, en la cultura tradicional.

Y este es el tercer piso de la novela, para señalar solo unos de los muchos niveles de esta novela de Pardo. Política  como espacio a ser quebrantado, como escenario a ser visto desde otra perspectiva. Las Weismann echan mano no solamente a sus encantos sino a su inteligencia: competitivas entre ellas, enamoradas por parejas de gemelas del mismo hombre, desafiantes de los poderes dominantes, lo aplican tanto a su vida (ellas deciden cuando y con quien tener sus hijas) como al escenario de lo público (esconder a Ramón, el guerrillero, auxiliar con dinero la causa de los rebeldes, crear un teatro perfecto para el amor por lo social, etc).

Un cuarto piso textual aparece en la presencia de Yolanda Weismann, líder de sus hermanas y férrea alemana en la conducción de su propio rebaño. Mujer fuerte que no consigue ahogar la personalidad ni el carácter, tampoco se lo propone, de las otras Weismann, Sin hombres que dominen su mundo, ellas actúan como nuevas amazonas: procrean solo hijas mujeres y esta segunda generación llegadas a la edad de tomar decisiones resuelven sin mas abandonar su internado de monjas, desafiar a las madres-tías y tomar posesión del espacio creado. Ciclo cerrado en la redondez de esta novela. Pardo ejercita en esta saga el ansia placentera de repetir, reelaborando una amplia superficie en donde la mujer duplicada se desborda a si misma dentro de un sensual disfrute. De ello se desprende otro elemento que es  de por sí lo más peculiar de la focalización argumentativa: la relación entre política y el lenguaje del cuerpo de mujer. Y en este nivel la novela de Pardo reclama para si una pregunta que Helena Araújo  propone en lecturas de género: Cómo, dónde hallar ese lenguaje-cuerpo, lenguaje deseo; cómo poetizar sin dejar de politizar?[7] Desde el lenguaje analógico, manejado por Jorge Eliécer Pardo, las Weismann construyen la casa del amor y la ternura, que termina siendo de una parte un sitio de confabulación política, de pretexto para el refugio de un hombre que es parte de un movimiento revolucionario clandestino, Ramón, pero de otra el vocabulario erotizado está tomado del espacio al cual se pretendía confinar a la mujer, que expresa el deseo femenino como lenguaje del cuerpo, pero ahora, especialmente con Clara Weismann que finalmente abandona la casa para unirse a la guerrilla, la nueva mujer está en correspondencia a un nuevo sujeto consciente de sus deseos y necesidades y dispuesto a no seguir en el mundo de las prohibiciones.

Esa recurrente lectura del mundo que le interesa a Pardo, desde la novela comentada líneas arriba, se desplaza con profundo dolor a contemplar lo incierto de nuestro rumbo social en el cuento Sin nombres, sin rostros ni rastros, con el que el escritor tolimense obtuvo el Primer Premio en el concurso nacional convocado inter-institucionalmente por el Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana de Colombia, la organización Dos Mundos, la Defensoría del Pueblo, Las Organizaciones de Derechos Humanos, bajo los previstos de asumir el doloroso presente del desplazamiento, desaparición y violencia, que caracterizan dramáticamente nuestra realidad nacional.

El narrador crítico es una mujer y este hecho no es indiferente, la voz monologante de una mujer sin nombre, es solo un yo femenino, que desde el giro de su singularidad concita  el plural ahogado de todas las voces en un pueblo: “No importa que seamos un pueblo de mujeres, de fantasmas, o de cadáveres remendados, no importa que no haya futuro”, que es una frase que vuela como coda final a esta cantata al dolor y a la angustia de madres, esposas, hermanas, hijas. Voz de mujer sola que conlleva el dolor de sus hombres muertos.

Y es esa voz unívoca, una mujer en soliloquio narrando, para permitir por vía de contrastación la pluralidad de voces del dolor y el coraje. Esa voz de mujer sin duda viene desplazándose quedamente desde El jardín de las Weismann, en una clara trasposición diegética[8], esa voz de Clara o  de Yolanda deslizan su sentido hasta este cuento de Pardo que parece decirnos a los lectores que solo una voz de mujer puede superar las dificultades, puede armar una respuesta colectiva ante la ausencia de los hombres que han sido “desaparecidos” en la guerra cotidiana, que no sostiene batallas de frente sino actos aleves para desaparecer o “invisibilizar” las voces indefensas. Esta lectura de género que hace Pardo se expresa a menudo en el conjunto de su obra y ellas, las mujeres se expresan desde su exacta antítesis a la  tradicional pintura de las necesidades ligadas al adorno, al decorado, al ornamento. Por eso, y en una lección sutil pero de absoluta firmeza, la actitud de la mujer que narra en este cuento-crónica propone asegurar lo necesario para asumir, y con que fuerza poética lo concibe el autor, el camino de sanación y el duelo necesario, porque: “A todas en el puerto nos han quitado a alguien, nos han desaparecido a alguien”.

Pardo se vale de una narradora intradiegética, para acentuar el tono emotivo de la historia, enfatizando el angustioso contenido emocional que logra embargar al lector. El ritmo siempre “in crescendo”  centra su esfuerzo en la necesidad de las mujeres, que están como danzando en macabro escenario para recuperar un muñón del ser amado, un tórax o una extremidad, o talvez se hagan a  una cabeza varonil que refleja en sus ojos abiertos el rostro de su asesino, y con esos restos de los sin nombre y sin rastro alguno restituir la comunicación “imposible” en un nivel físico y tangible, por otra establecida en el amor de la reparación del cuerpo del  amado. De ahí que la tensión se mantenga mediante el uso sistemático y casi exclusivo del tiempo presente. “Sabemos que los cuerpos buscan sus trozos y que tarde o temprano, en esta vida o la otra, volverán a juntarse”. Y líneas adelante concluye esa voz narradora, después de que cada una ha vuelto a construir a su ser amado, con partes de cuerpos de otros Juanes, Pedros o Mateos que: “Pegamos las fotografías en los vidrios de los ataúdes para despedirlos con caricias en las mejillas (…) Es como un nacimiento al revés: parido entre el agua del río y lavado después en la arena (…) Nos hemos contentado con recibir y adoptar pedazos porque tener uno entero es tan difícil”.
La palabra argumentativa es en este cuento de Pardo una red que está en conexión con la relación del hombre con el mundo, la percepción, la mirada y las manos que tejen el cuerpo del hombre amado con partes de otros hombres, para volver visible su recuerdo. Culmen del ascenso narrativo que se logra con un exacto manejo del lenguaje. No sobra una palabra ni sobra un elemento. Sobrio y entre mayor es el recato en el uso verbal mas fuerte e intensa se torna esta narración que refiere la permanencia de la violencia política y social, cuya actualidad está ahí en el hecho de que jamás ha desaparecido en el ultimo siglo de nuestra historia contemporánea.


Pereira, Octubre 15 de 2008





[1] Nota inédita.
[2] Pardo, Jorge Eliécer. OBRA LITERARIA (1978-1986). Pijao Editores, Bogotá, 1994. Las citas de este texto corresponden a esta edición.
[3] Estrada, Manuel “Homenaje a Aurelio Arturo”. Gobernación de Nariño. 2004. s/e.
[4] Arrom, José Juan. “Esquema generacional de las letras hispanoamericanas: ensayos de un método”, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1961. pág 56
[5] José Lezama Lima. “La expresión americana”, Santiago, Editorial universitaria, 1969, pág 34.
[6]  Pardo, op cit. Pags 66- 67
[7] Helena Araújo, “Yo escribo, yo me escribo”, en Revista Iberoamericana, núms.. 132-133, 1985, pág. 460
[8] Concepto aplicado desde la teoría de  Gerard Genette. Palimpsestos: “ el hipertexto transpone la digesis de su hipotexto para acercarla y actualizarla a los ojos de su propio público”. Taurus, 1989, pág. 387

Luz Mary Giraldo El Jardín de las Weismann: treinta años después


El Jardín de las Weismann: treinta años después*
Luz Mary Giraldo

                                                                      
Luz Mary Giraldo
Cuando en 1978 Jorge Eliécer Pardo publicó El jardín de las Hartmann, la recepción fue inmediata y positiva. Era la primera novela de un joven escritor que desde el tema de la violencia entrelazaba situaciones de nuestra historia con las de Europa. El autor retomaba una temática aún no exorcizada de nuestra realidad, la de la violencia rural y partidista de medio siglo, y la ponía en concordancia o diálogo con la de las guerras mundiales europeas.
Nada más actual en las letras contemporáneas, ya entrados al siglo XXI, cuando diferentes escritores de ficción, testimonio o ensayo apuntan al exilio, el desplazamiento, la emigración o la inmigración, reflejando al sujeto roto y a la vida sacada del orden habitual reconocen. De alguna manera se propone una forma de expurgación y redención que encuentra su lugar en la literatura y allí mismo hace catarsis. Han navegado por estos territorios Edward W. Said, George Steiner, Imre Kertész, Isaacs Bashevis Singer, entre algunos de latitudes lejanas, y entre los de la nuestra Azriel Bibliowicz, Óscar Collazos, Roberto Burgos Cantor, Luis Fayad, Fernando Iriarte, Marco Scwartz, Juan Gabriel Vásquez, sin desconocer a Alfonso López Michensen y Pedro Gómez Valderrama.
Es de notar que la novela de Pardo se inscribe en la de las migraciones judías, como las de Bibliowicz, Vásquez y Schwartz. En El jardín…, una familia compuesta por mujeres alemanas que han huido de la violencia de su país, busca arraigo en una región que aunque agobiada por la violencia está enmarcada en un paisaje y en unos personajes encantadores. Ensimismadas y alejadas de todos y de todo, construyen una genealogía en la que para superar la muerte se impone el deseo de libertad a expensas del amor y la ternura. En El rumor del astracán, la novela de Bibliowicz, se sugiere la llegada de judíos polacos a Bogotá y la construcción de un entorno con los de su propia cultura, no para enraizarse sino para buscar fortuna y regresar. Se trata de representar, contextualizando en la década del cincuenta, una identidad común que define a un pueblo y la experiencia de viaje cumplido por unos seres en busca de un destino transitorio lejos de su lugar. Y, tanto en El salmo de Kaplan de Schwartz como en Los informantes de Vásquez, contextualizadas en la contemporaneidad, se recrean experiencias de judíos alemanes o polacos que al abandonar su territorio en épocas de los campos de concentración buscan arraigo en otro lugar, aunque se sienten impelidos a olvidar su historia, su pasado familiar, su nombre y su identidad. En ellas los personajes ocultan el dolor, de alguna manera lo narcotizan, y su retórica no sólo es la del exilio sino la del olvido, la de perder la memoria para salvarse. Sin embargo, la memoria juega malas pasadas e irónicamente lo olvidado retorna al presente, como pidiendo cuentas.
Alejados de sus raíces, en cada una de ellas y de manera diferente, se evidencia la imperiosa necesidad de unos seres de restablecer sus vidas, sobre todo en aquellas novelas donde los personajes buscan arraigo: hay en ellos la urgencia de unirse entre sí alrededor del significado de lo familiar, de unos valores ligados a la comunidad de cultura, lengua y costumbres, eludiendo los estragos de vivir y sentirse en el exilio.
De una y otra manera la primera mitad del siglo XX europeo y la del nuestro, estuvieron marcadas por temores y expectativas generadas por los catastróficos efectos de violencias arrasadoras. La relación del aquí con el allá revela experiencias y vivencias comunes a diversos pueblos y culturas, así como el miedo a la muerte impuesta, el horror del estigma, la angustia de la persecución, la urgencia de huída o la necesidad de ocultamiento que causan temor y dolor, además de un profundo sentimiento de degradación y caída. Partícipe de estos aspectos, El jardín… teje la complejidad de esta problemática a otros temas universales, como pueden serlo la soledad, el amor, el erotismo y la espera, narrados con una prosa lírica que resulta paradójicamente fresca ante la desgarradora temática, gracias al lenguaje y ritmo poéticos que liman el oscuro ambiente de la pesadumbre y favorecen la luminosidad de la sugerencia matizada por el amor.
Acompañada por una nueva difusión y debate, la segunda edición de la novela varió su título en 1982 por El jardín de las Weismann, conservándose así en las ediciones siguientes, para ser posteriormente adaptada como un seriado de televisión de nombre La estrella de las Baum, en el que sin traicionar la ficción se destacó la relación con la tradición judía, la persecución y el Holocausto. En la novela, el relato pulsa hilos ubicados entre las cercanías de los años veinte y las décadas del cuarenta y el cincuenta. Una suerte de contrapunto dramático entrelaza el aquí con el allá, al narrar la experiencia de las mujeres alemanas que han inmigrado a Colombia pasando por algún “puerto” que puede ser Barranquilla, Cartagena o Santa Marta y luego por una “ciudad fría” (que puede ser Bogotá), antes de llegar a un pueblo propicio para el cultivo de las flores, que pudiera estar en el Tolima. En el aquí se respiran los años de la violencia rural y partidista, y en el allá se reconocen los efectos de la Primera y Segunda Guerra Mundial y la persecución a judíos. Una imagen alegórica sostiene y aúna dos situaciones y experiencias de terror: “el chasquido de las botas de Peñaranda” que se convierte en expectativa e ilusión, y al mismo tiempo, en representación de la pesadilla, de los ruidos que quedaron en el pasado, los que persiguen en la soledad y la oscuridad al convertirse en temores lejanos y recónditos.
El punto de partida se refiere a la llegada de las Weismann, cuya historia es entretejida por un narrador omnisciente que las muestra desde la admiración que suscitan por ser bellas mujeres extranjeras, destacando sus orígenes y antecedentes alemanes: Las Weismann, con las cabelleras entre pañolones bordados, las edades separadas en el color de los vestidos y el corazón palpitando al mismo instante como si respiraran el mismo aire y vivieran el mismo momento, atravesaron el parque sin saludar a nadie. En el mejor hotel, señalado por alguien a su llegada, descargaron el equipaje, las cajas de madera marcadas con letras grandes y negras en donde transportaban un automóvil desarmado y se bañaron de dos en dos haciendo turnos para vigilar los alrededores. De dos en dos, dice, para destacar una condición de reiteración de nombres y actitudes; pares que reflejan las dos caras de la misma moneda. Pares en tierra extraña. Pares que fundan el territorio del amor y la ternura para abandonar el del dolor de la separación y la ruptura, el del mundo dejado atrás, el remoto lugar de los orígenes donde la persecución y la muerte dejaron su huella indeleble y obligaron a huir.
Huérfanas de padre y madre, desde el inicio de su travesía se revela su desamparo. Abandonan lo propio, lo entrañable contenido en su país, mientras paulatinamente viven un itinerario que cumple una especie de ritual de alejamiento: pasan de una ciudad de Europa a otra, mientras se les confunde la lengua aún antes de llegar al lugar donde tendrían asilo. Pasar por cada uno de los sitios es atravesar el umbral para tomar distancia: por París y por España, y entre puerto y puerto dejar su continente para llegar a un lugar lejano. Cruzar barreras y romper fronteras, siempre fuera de lugar. Estar en cada lugar dispuestas a estar siempre de guardia, asumiendo el método enseñado por su padre en la resistencia. Hijas de un hombre que fue asesinado mientras protestaba en las calles de Berlín, desde el comienzo reciben el ominoso legado del dolor y el estigma, cifrado en la persecución, la huida y la ocupación de lugares ajenos. La muerte de la madre sugiere acciones de la resistencia que, en este caso, se reconstruye con una dramática imagen cargada de fuerza poética: La señora Weismann embarcó a sus cuatro hijas para que huyeran de la Gran Guerra, sacó la bomba que había preparado en el sótano, llenó la cartera con ella y se voló con trece soldados alemanes. La nieve quedó como pedazos de nubes sobre el cuerpo de la mujer. La nieve fragmentada, la blancura rota.



El universo narrado se concentra en la interioridad y desde las consecuencias del dolor de la guerra que conduce a la muerte o a la emigración, y se sostiene en esa continuidad de mujeres que desde la soledad y el dolor trastocan el horror en amor y ternura —única posibilidad de redención— en una continua metamorfosis cumplida continuamente en el jardín o en la Casa del Amor y la Ternura. Entre la última rama de la genealogía de las Weismann y la primera, hay una particular tensión dramática: con las mayores se refleja la vida del inmigrante cargada de fuerzas emocionales, que en su caso las lleva al mundo cerrado y regido sólo por ellas, y con las otras menores, la del inmigrante o descendiente de éste, que correspondería a extranjeras asimiladas viviendo el exilio como su verdadero lugar. Esto refleja una identidad fracturada: siempre son reconocidas alemanas que el lector percibe arraigadas en un lugar de Colombia; son de allá pero viven aquí, y como tal se las acepta, afirmando su fisura.
Si bien algunos críticos han analizado la novela desde los tópicos de la violencia partidista, y han señalado sus relaciones con el estilo de García Márquez, en cuanto a lo insólito y maravilloso de ciertos sucesos y la repetición genealógica de nombres, conviene destacar su formalización lírica y la temática de las migraciones que elevadas a categorías discursivas y poéticas, establecen un puente entre culturas y sociedades con destinos similares. Si la violencia es punto de encuentro, el amor como posibilidad de redención es perspectiva esperanzadora. El jardín de las Weismann, treinta años después de su primera edición sigue siendo fresca y está a tono con preocupaciones actuales.

Luz Mary Giraldo, nació en Ibagué, Colombia, en 1950. Ensayista, poeta y profesora universitaria.  Doctora en Filosofía y Letras, Universidad Javeriana, ha dedicado sus últimos años al estudio de la narrativa y la poesía latinoamericana contemporánea, con énfasis en Colombia.

Libros publicados: El tiempo se volvió poema (1974); Camino de los sueños (1981); Poemas (Coautoría con Óscar Torres Duque, 1998); Con la vida (1997); Hoja por hoja (2002); Tarjeta postal (2003); Poemas (Coautoría con Martha Canfield, 2004); José Donoso: El laberinto de la identidad (1982); La novela colombiana ante la crítica, 1975-1990. (1994); Fin de siglo, narrativa colombiana (1995); Narrativa colombiana, búsqueda de un nuevo canon (2000); Ciudades escritas (2001); Más allá de Macondo-Tradición y rupturas literarias (2006); Diario vivir (2007).
Antologías: Jardín de sueños (1987); Nuevo cuento colombiano (1997); Ellas cuentan. Relatos de escritoras colombianas de la colonia a nuestros días (1998); Cuentos de fin de siglo (1999); Cuentos caníbales (2002); Café con amor (2001).



* Nota inédita. Alude a la 8ª edición, publicada en la colección, Cincuenta novelas colombianas y una pintada. Pijao Editores, Caza de libros, Bogotá, abril, 2008.