lunes, 30 de julio de 2012

Jacques Gilard El jardín de las Weismann: Jorge Eliécer Pardo y la otra violencia


Algunas trampas ofrece el primer capítulo de El Jardín de las Weismann y, una de ellas, es su longitud —comparado con los demás— en donde se abren pistas contradictorias y engañosas. Lo más engañoso quizás radique en la anécdota que cierra ese capítulo inicial: una anécdota de tipo realista, típica de una veta conocida de sobra en la narrativa colombiana. Y cuando un escritor colombiano nos cuenta una historia por donde cruzan las botas, las órdenes mortíferas y los disparos de un sargento matón (el recurrente Peñaranda de sus cuentos), recorrida además por la fantasmal volqueta nocturna que arroja al río su cargamento de cadáveres, es inevitable pensar que se está ante una novela de la violencia colombiana. Si bien por motivos generacionales hay que suponer, igualmente, que el libro no incurre en los facilismos truculentos de esos relatos que fueron surgiendo en caliente hace unos treinta y cinco años.
Ante El Jardín de las Weismann se hace evidente que fueron sorteados los consabidos escollos: Jorge Eliécer Pardo es de los que decanta las cosas y alcanzan la esencia del fenómeno histórico; y quizás lo haga más que otros, hasta el punto que el lector llega a sospechar que El Jardín de las Weismann no es una novela de o sobre la violencia colombiana sino una poética evocación a la violencia en general. Salvando distancias, el libro obliga a recordar la película de Griffith, Intolerancias.
Los espacios sugeridos
Es notable que en ningún momento del relato se nos hable de Colombia, sino de América, una América donde se habla español, al menos por eso es importante la figura del poeta español desterrado a quien las primeras Weismann conocen en el barco. Ellas llegan a un puerto tropical (respiraron con alivio en el calor del puerto) ubicado en el Caribe (porque ellas nunca supieron... en qué isla desembarcó el poeta), un puerto que puede ser Barranquilla o Cartagena, o Santa Marta y, más tarde las primeras Weismann viajan a una ciudad fría y agobiante que debe ser Bogotá.
El pueblo, aparentemente de tierra caliente por la suntuosidad como brotan las flores, podría ubicarse en el Tolima. Pero nunca se pasa de una razonable y superflua hipótesis, porque el texto no se deja apresar en un marco geográfico definido. Es Colombia y es más que Colombia.
Cronologías subyacentes
Algo por el estilo toca decir con relación a los hechos históricos que menciona la novela. La cronología real y las peripecias de la violencia no son tan reconocibles, y poco importa saber si la violencia se inició con el Bogotazo o dos años antes. Porque lo cierto es que en el libro la violencia se inicia de manera no histórica. Hay que suponer que en los hechos que relata Pardo hay una reinterpretación amplia y penetrante de la realidad histórica. Cuando leemos que el tiempo pasó aumentando el número de los uniformados en los cuarteles y escuchando las promesas llegadas de muy lejos, es inevitable pensar en los años 60, con la Revolución Cubana y la Alianza para el Progreso. Hay también una interesante confusión entre un episodio real del 52 y otro episodio real del 54 en esta frase que habla de cuando los incendios agrandaron su estela en las casas privadas de los políticos, los estudiantes con sus gargantas irritadas, con la sangre tibia sobre el pavimento, el presidente militar lleno de vacas por todos lados, lleno de medallas, con su vocesita de hombre mayor, dando órdenes de fusilamiento, apreciando desde su silla el desfile de los tanques por la ciudad, el desfile de los estudiantes, el desfile de la muerte. Otros datos de semejante índole podrían citarse. Es forzoso admitir que Pardo quiso romper el molde histórico, rechazando todo sometimiento a una cronología impuesta por la realidad, como también lo hizo con relación al marco físico.
Y hay que admitir que quiso darle a las cosas otra dimensión y significado. Es un leitmotiv de la trayectoria revolucionaria de Ramón Rodríguez la mención y denuncia de las traiciones de los directorios políticos, y es notable que la trayectoria del personaje rebelde cubra la mayor parte del libro, el cual —lo vemos otra vez aquí, pero bajo una forma distinta— escoge inspirarse en un hecho referido de una vez pero que se produjo en épocas distintas: la discrepancia entre combatientes del monte y quienes aspiran a orientarlos desde las ciudades (rendiciones del 53 y época del “foquismo”).

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