lunes, 30 de julio de 2012

Carlos Orlando Pardo Historia secreta de El Jardín de las Weismann



Historia secreta de El Jardín de las Weismann*
Carlos Orlando Pardo

Carlos Orlando Pardo
Mucho más acá de las novelas se encuentra casi siempre una historia secreta que contribuye a explicar de una mejor manera las raíces de un libro. Ese pequeño itinerario de cómo fue elaborándose un texto y las aventuras y desventuras de su camino seguramente no pasarán más que a la anécdota, pero prefigura en muchos casos un ejemplo sobre el oficio de escribir.
Jorge Eliécer Pardo, 1976
Tenía el autor veintiséis años cuando a pedido del director de una revista agropecuaria que se hacía en Ibagué, publicó un cuento titulado El Jardín de las Hartmann. Para entonces, algunos de sus lectores, entre ellos Germán Santamaría y yo, encontrábamos allí el germen de una novela cuya observación le transmitimos y que él, sin decir nada, apenas dibujando preguntas con su mirada larga, conservó silencioso. De allí en adelante pude verlo trabajando por semanas sin que se atreviera a mostrar una sola línea, hasta que pocos meses después tenía el pequeño mamotreto escrito en una vieja máquina portátil de caracteres desalineados. Lo leímos en voz alta entendiendo sin muchas pretensiones que era un libro inicial digno y que valdría la pena publicarse. 



No era fácil, así se tuviera un volumen de cuentos divulgado cinco años atrás que hiciera en mi compañía bajo el título de Las Primeras Palabras y se anexara el prontuario de haber sido ganador y finalista en algunos premios nacionales. Acudimos a Germán Vargas Cantillo quien recibió con entusiasmo el libro de cuentos y que independientemente de encarnar como miembro del Grupo de la Cueva a uno de los amigos más cercanos a Gabriel García Márquez, tenía un bien ganado prestigio como comentarista y una definida influencia en las editoriales. Con él en Ibagué visitando la ciudad como jurado de un concurso nacional de cuento, hacia 1975, habíamos comenzado una amistad que duró hasta su muerte y no fue poco lo aprendido de sus experiencias y lecturas. Después de entregarle los originales de El Jardín de las Hartmann, durante largos días esperamos ansiosos una señal, hasta que una tarde nos llegó una de sus pequeñas y bien escritas notas donde contaba su recomendación a la editorial española Plaza y Janés porque el libro lo había dejado con una grata impresión. Entre tanto, también lo despachamos por correo a Fernando Soto Aparicio, quien igualmente le ofreció su respaldo con la misma casa editora. El español Virgilio Cuesta, por entonces gerente de la compañía, no dudó en publicarlo dentro de su selecta colección Rotativa de autores colombianos. Con una ilustración del pintor Carlos Granada apareció por vez primera el libro y para entonces lejos estábamos de imaginar que la novela tendría a lo largo del tiempo sucesivas ediciones, tan variados y positivos resultados entre consagrados críticos de varios lugares del mundo y las traducciones de que ha sido objeto.


Jorge Eliécer Pardo tenía claro desde aquellos días de su juventud cómo debería estar lejos del provincialismo así contara la comarca pero con el tinte poético alrededor de la violencia. Se trataba de una visión diferente luego de haberse bebido buena parte de la literatura que la trata, para no caer, como diría García Márquez, en el famoso inventario de muertos. Era otra cara de la moneda con el aditamento de combinar nuestras desgracias frente a la intimidación y el fanatismo con las sucedidas a unas inmigrantes alemanas que terminan en este territorio. Tanto el apellido como la imagen física de ellas cuidando su jardín en una casa que siempre Jorge Eliécer veía camino de la escuela primero y luego del colegio, le sirvieron muchos años después para encontrar un perfil de lo que se proponía. No fue nunca ni su vida ni su historia salvo que llegaron de un país en el que la guerra tenía honda huella y repercusión mundial.

Las reseñas al publicarse la novela no fueron pocas, pero tampoco las ventas porque el libro desaparecía con inusitada rapidez. No le fue difícil al autor comenzar a indagar qué tipo de lectores lo buscaban y la respuesta de los encargados siempre fue la misma. Ante todo un señor de ojos azules, botas amarillas, pasos largos y una mirada como desafiante. Confundiendo entonces la realidad y la ficción, uno de los Hartmann, el mismo que compraba los libros, llega a su oficina en Bogotá donde trabajaba al lado de Germán Guzmán Campos en el Ministerio de Salud. Al señor Hartmann, de casi dos metros de estatura, no era difícil adivinarle un bulto al lado de la correa porque siempre estuvimos acostumbrados desde niños a saber cuándo un hombre estaba armado. Sin dejar que la secretaria lo anunciara, de dos o tres zancadas estuvo al frente de su escritorio de Jorge Eliécer preguntándole sin saludar si sabía quién era. No lo sé, le dijo mientras el hombre votó su cédula sobre el escritorio diciendo que era Hartmann. ¿Y? pues recoja ya su folleto de las librerías o usted puede considerarse muerto. ¿Por qué? Porque usted denigra de mi familia, calumnia a mi familia, dice mentiras de mi familia y eso no lo voy a permitir. Usted está equivocado señor, ahí figuran son mis hermanas, está Gloria, está Sofía, está María Victoria, en fin. ¿Y por qué no le puso al folleto el jardín de las Pardo, hijueputa?

Jorge Eliécer Pardo, Augusto Trujillo y Germán Guzmán Campos, atrás, Francisco Sánchez, 1979
Lo cierto es que el hombre salió con zancadas más largas con las que había llegado y Jorge Eliécer se quedó anonadado hasta que llegó Germán Guzmán Campos a brindarle consuelo y ejemplos, él tan acostumbrado a los casos de violencia y a conversar con los más impetuosos del país por entonces. A pesar de los esfuerzos de Monseñor, Jorge terminó viniéndose para Ibagué a visitar a su familia y cuando se lo dijo a mi padre, un hombre duro que hablaba como un poeta que nunca escribió un verso, se acomodó despacio en el sofá de la sala y le dijo que no tuviera miedo, que ahí estaba él que conocía de todos los artilugios de la guerra.

El libro siguió su marcha triunfal pero al autor no lo abandonaba el miedo, mucho más cuando supo por las noticias del periódico local y algunas emisoras que se preparaba un homenaje de desagravio a las Hartmann en el Líbano. Y se hizo con una misa ofrecida por el padre Salazar, que bautizó a Jorge Eliécer y le dio la hostia de la primera comunión. La homilía en honor a la familia fue extensa y al final, el hombre de ojos azules y botas amarillas procedió en pleno parque a quemar las novelas que había comprado en Bogotá.

Las ediciones siguieron hasta que las llamadas amenazantes y repetidas lo impulsaron a determinar cuanto antes el cambio del nombre. Una tarde de sábado en medio del descanso y el ocio creativo, la mirada distraída sobre el directorio telefónico de Bogotá le dio la idea recordando a Ernest Hemingway. Empezó entonces la tarea de su lectura sin que el mamotreto lo agotara porque estaba empeñado en tropezarse con un apellido alemán que no le diera tanta brega. Muchas horas después los ojos se le iluminaron con el apellido Weismann. La tentación de llamar no se hizo esperar y tras varios repiqueteos por fin alguien respondió. ¿El señor Weismann? Disculpe usted, le contestó la voz amable y cascada de una mujer mayor. El último de ellos murió hace tres años. Soy el ama de llaves. Sin decir nada más y, colgando en medio de un gran alivio, se dijo que ese sería el apellido de las Hartmann de ahí en adelante.

No faltaron las críticas señalándolo como farsante, que cómo era posible que la misma novela se publicara con un título diferente, que eso era engañar a los lectores, que hasta dónde la simulación. Todas aquellas voces jamás dijeron nada del libro en sí sino buscaron la forma de desfigurar al autor y en apariencia hacerlo quedar como un estafador. Sin embargo, como para complacerlos, apareció la versión para televisión realizada por Caracol bajo el título de La estrella de las Baum. Con las máximas figuras de entonces en la pantalla chica, la historia llegó a buena parte de los hogares colombianos sin pedir permiso durante muchos meses y con un excelente resultado de audiencia. No faltó entonces quién la editara bajo este nombre aprovechando el éxito televisivo. Pero los años pasaron y la obra retornó al título definitivo con el que salieron las otras ediciones. Lo claro por ahora es que su tono poético, su visión diferente a lo escrito sobre la violencia por entonces, le fueron entregando satisfacciones a su autor, hasta el punto de ser texto en la Universidad de la Sorbona, en París, en algunas universidades norteamericanas con edición en inglés primero y bilingüe después, en obra de obligada lectura en talleres literarios como el de Raymound Williams, en fin, llegó hace ya treinta años para quedarse como un pequeño clásico de la literatura colombiana.

Carlos Orlando Pardo, nació en El Líbano,Tolima,1947. Es licenciado en Español de la Universidad Pedagógica Nacional de la cual fue profesor y en 1995 la Universidad Simón Bolívar de Barranquilla le entregó el doctorado Honoris Causa. Fue codirector del programa cultural Hablemos de… que fuera transmitido por Señal Colombia durante cuatro años y que hizo en compañía de los escritores y periodistas Alberto Duque López y Germán Santamaría. Su trabajo ha sido ampliamente comentado por importantes críticos, escritores y periodistas culturales del país y el exterior.





* Nota inédita.

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