El Jardín de las Weismann de Jorge Eliécer Pardo*
Diógenes
Díaz Carabalí
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Diógenes Díaz Carabalí |
Qué bueno encontrar
una magnifica novela. La del escritor tolimense Jorge Eliécer Pardo, El
Jardín de las Weismann, bella si se puede llamar bella una novela sobre la
violencia en Colombia, y que combina los rezagos epilogales de la Segunda
Guerra Mundial, dos hechos fortuitos que empatan nuestra historia, con una
protuberante afectación, porque si bien la segunda guerra fue protagonizada por
el eje Berlín-Roma-Tokio contra el comunismo, nos envolvió a todos, la nuestra,
nuestra violencia, fue también una disculpa para implantar un régimen
retrogrado, que intentó cambiar el orden de la propiedad, esencialmente de la
tierra: mataron a Gaitán, un admirador de Mussolini, como disculpa para
arremeter contra los sectores progresistas de la sociedad, y presente el ansia
de un poder empequeñecido, que garantizaba la perpetuidad, disculpándose en el
culto y en la moral, más mojigatos y más moralistas que las discretas
habitantes del convento, desde luego por puritanas alejadas de la vista de las
Weismann sin reparo en el amor clandestino.
Con una prosa
arrolladora e impactante, un trato maestro del idioma, por demás acudiendo a un
tono y ritmo cautivantes, Pardo conduce al lector por un breve espacio de
suficiencia, en una constante contradicción, lógica de la dicotomía y la
anfibología, explora la procelosa escalera de la violencia, acudiendo a la
tradición como fuente, porque los medios han sido los principales responsables
de enseñar una historia sesgada, afanados por mostrar que aquí nunca ha
ocurrido nada, así los muertos hayan deambulado panza arriba sobre los lechos
de los ríos o hayan quedado jetiabiertos
en los zanjones al lado de los caminos, de todas maneras una pandemia universal
que todavía no cesa, oculta tras los circuitos de una memoria que intentan
disecar con justificaciones y mentiras, y la justificación: la de los
resentidos y agitadores profesionales, que ha dado más muertes que la gripa
asiática.
Dice don Benito
Pérez Galdós que Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla
estriba en reproducir los caracteres humanos, la pasiones, las debilidades, lo
grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico
que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de raza, y las
viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos
trazos externos de la personalidad[1],
y parece es el problema en que se ha debatido sin duda al interior del infierno
avizorado por Jorge Eliécer Pardo, para volver al mito, de una historia, de
pronto fundamentado en la realidad, pero lo que si es real es la sociedad
presente como materia novelable[2]
—también expresión de Pérez Galdós— para entender el intríngulis de nuestras
sociedades que se debaten en un mórbido temperamento apreciado y sin
consideración a detenerse. No enseña la orilla para vadear el bote ni el faro
con su luz roja que mancha, nos hace huir de esa orilla para continuar a la
deriva por el centro de este río, el gran río de nuestra historia, en un
castigo perenne.
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Manuel Mejía Vallejo |
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Gabriel García Márquez |
En lo que toca a la
novela, y en lo que toca al autor, en lo que toca a las vísceras, Pardo pudo
hacer lo que en palabras de Chejov significa combinar el arte con la
predicación, sin decir que robar caballos está mal[5],
huyéndole a las figuras figuradas, a las mentiras, huyéndole a no tener
memoria, huyéndole a los establecimientos sondeados mediante mecanismo
expeditos aunque claramente anunciados.
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Millán Kundera |
La primera edición
de Las Weismann la hizo Plaza & Janés en 1978, es decir que para el
2008 cumplió treinta años de torear el exigente público novelístico, formando
parte del entorno ficticio de la nueva narrativa latinoamericano después del boom, con siete ediciones sucesivas.
¿Por qué perdura? Perdura por la ambigüedad de la tirria y la adhesión, mas la
última que nos caracteriza, ha permitido que esta sociedad sobreviva a pesar
del conflicto, a pesar de la crueldad y el dogmatismo, muestra el origen en la
tamaña pugna por el poder empequeñecido, oculta el deseo de monopolizar la
tierra y los bienes, los amores traídos y los apegos insuperables, sin medir
las consecuencias porque estamos dados a defender paradigmas por el placer de
defenderlos, así los muertos estorben nuestros pasos y sus fantasmas nos
impidan descansar tranquilos.


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Jorge Luis Borges |
Podría señalar
algunas consideraciones de por qué El jardín de las Weismann no ha
tenido mejor fortuna en el ámbito de los lectores, que la merecería con creces,
sin duda, por los medios, como otra forma de borrar la memoria, de discriminar,
de privarnos de notar nuestra vergüenza, con todo el daño acumulado, han
incentivado el acápite vulgar y morboso de la matanza subterránea desde los
guerrilleros, paramilitares, el Estado y las mafias, simple recreación
sustentada en el comportamiento truhanesco de pistoleros sin razón, para
inculcarnos que somos así, producto de la psicología desviada por nuestra
herencia hispana, sin justificar las diferencias, el antropofágico
comportamiento de los hombres y mujeres que acumulan con tesón para su
particular beneficio, mecanismos para esconder nuestras contradicciones y
nuestras desigualdades, no sea que se vaya minando el pedestal de los héroes.
Las Weismann... nos involucra por
un escenario común, también porque habla nuestro lenguaje: su historia como
libro, hijo de estos vientos, permite recordarnos que estamos sobreviviendo en
la locura de la guerra y del amor sin prejuicios de moral y de ética; de la
locura que nos mencionan pero huimos, de las piedras debajo del colchón pero
disfrutamos la suavidad de la espuma aunque se pelen nuestros lomos. Bueno leer
a Jorge Eliécer Pardo para no jugar con la mediocridad de los textos surgidos
de las calamidades, el secuestro, la muerte, el atentado, el terror,
espectáculo salpicado con salsa de tomate al lado de los genitales femeninos
usados hasta el cansancio en El Caleño,
El Espacio, o los Extras diseminados
por el amplio contexto de nuestra mojigata geografía, y para recuperar la
conciencia.
Jorge Eliécer Pardo
nace en Libano, Tolima, en 1950, cuna del escenario conflictivo, ámbito de las
contradicciones sociales y políticas de Colombia, como en el caso de Jesús con
Nazaret nada bueno puede salir de allí, si nos referimos a lo bueno como
conservar los paradigmas, mantener escondidas las rebeldías y no partir la
historia ni fermentar y amasar las diferencias, consecutiva en la indolencia en
cuanto al terruño, por la década, no menos impropia para que surjan los
renegados y los resentidos: veníamos de las diásporas y las grandes huidas, los
nacionales para que no los matara el dogmatismo, en una guerra disfrazada de
tierra, que en el fondo eran las Cruzadas contra el peligro del comunismo, el
escarmiento para los que pretendían volver a repartir los bienes, la
inquisición de una iglesia ortodoxa para que nadie salga del redil de la
explotación inmisericorde, todo lo facho
disparado para defender la fe, la raza, la ética de la riqueza innecesaria, y
entonces nos encontramos con gobiernos de la falange cara al sol con la
camisa nueva, los brazos extendidos hacia la esvástica, los discursos a lo
Musolini o a lo Benito, con todo lo sesgado, pero también con la ceguera
Staliniana de la incapacidad y el miedo para ofrecer alternativas a la mayoría,
que no signifique descuerarnos ni aparecer con la jeta llena de moscos, solo presente la utopía, que se acrecienta
con los triunfos en China y Cuba, con los de la religión es el opio del pueblo,
sin que Dios tenga la culpa, o con los barbudos informales de Fidel y El Che
por la revolución universal.
Sin duda Pardo supo
de las gallinas asesinadas, de los racimos biches incendiados, de los famélicos
cuadrúpedos ardiendo como teas. Tuvo que saber que muchos volteaban la arepa
cansados con el color godo de sus rostros para tomar el color de las espaldas
de los cachiporros, o viceversa, contado en la tradición, pero también vivió el
novelón de los grandes medios, fortalecidos y al servicio de un estado empequeñecido,
por lo menos así tuvo que crecer y enterarse con el naciente flash de la radio,
los legendarios reporteros que todo lo sabían, el asombro de su surgimiento,
las agencias de noticias desde todas las esferas, y también aprendió a cambiar
los pírricos canales de la televisión que inauguró la dictadura, otro juego de
la inmadurez, con la injerencia de los redentores asignados por quién, no se
sabe, y al lado de tantas mentiras dichas y ocultadas, convivir entre falsetes
y falacias, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había
que señalarlas con el dedo, y se siguen señalando como huevos
prehistóricos, para encontrarse al final de la década con la posibilidad de
la utopía, el sonsonete del proletariado, el puño alzado con las rocas de los
estudiantes para destripar el rostro a los policías, los héroes huidizos y
capaces de vivir harapientos en la montaña mirando cómo las aldeas y los
pueblos se llenaban de aire pútrido. Tuvo que arribar a la década del
sesenta, tan telúrica, aún con el pantalón corto pero con todo el rebozo de lo
contestatario, preciso ambiente de donde surge El Jardín de la Weismann,
pero también por el influjo de todas las rebeldías acumuladas en la literatura,
los nadaistas, uno de ellos, más informales que obreros para desgracia de
nuestra herencia, y chocar con el armado y arrollador carro de nuestro único
Nóbel que eclipsó cualquier intento por hacer algo, no por culpa del excelso,
que estuviera alejado de la magia, del embrujo tropical consignado en la
leyenda de los intrusos conquistadores que todavía merodean, como las mujeres
de la novela, buscando el escondido dorado que cuelga del cuello de todas las
conciencias, sin considerarse que fuera subsuelo de los sueños, el parqueadero
de las máquinas inservibles, como si las historias las contaran en el lejano
ambiente de unos hechos que pudieron ocurrir, o que nunca sucedieron, más bien
producto de la fantasía de viejos desocupados, de todas maneras un parto
doloroso que la historia tendrá que reconocer.
* Nota inédita.
[1] Pérez Galdós, Benito, La sociedad como materia novelable. Pág.
26. Civitas. Madrid, 2002.
[2] Idem
[3] Calvino, Italo. Seis propuestas para el próximo milenio.
[4] Idem. Pág. 16
[5] Chejov, Antón P. Sin Trama y sin Final. Alba Editorial. Barcelona. 2002
[6] Calvino Italo. Op cit Pág. 18
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