lunes, 30 de julio de 2012

Diógenes Díaz Carabalí: El jardín de las Weismann de Jorge Eliécer Pardo


El Jardín de las Weismann
de Jorge Eliécer Pardo*
Diógenes Díaz Carabalí

Diógenes Díaz Carabalí
El Jardín de las Weismann (Jorge Eliécer Pardo. Pijaos editores-Caza de libros. Bogotá, 2008), es la novela de la dicotomía, de la contradicción, del amor y del desamor, del odio y la violencia, suspendida en el limbo inmediato de los símbolos, odio y amor que ocurre tras los muros, como si ambos debieran esconderse, pero también es la novela, arrolladora, de la diáspora y del desarraigo, con elementos claros de la diferencia justamente esbozada que introduce a los personajes en la imposibilidad de tener otro idioma y otra raza, otra lamentable pesadilla con los vivos y los muertos, con las discrepancias de una nacionalidad venida a menos y la necesidad de explayar la carcajada que nos convierte en seres impotentes.

Qué bueno encontrar una magnifica novela. La del escritor tolimense Jorge Eliécer Pardo, El Jardín de las Weismann, bella si se puede llamar bella una novela sobre la violencia en Colombia, y que combina los rezagos epilogales de la Segunda Guerra Mundial, dos hechos fortuitos que empatan nuestra historia, con una protuberante afectación, porque si bien la segunda guerra fue protagonizada por el eje Berlín-Roma-Tokio contra el comunismo, nos envolvió a todos, la nuestra, nuestra violencia, fue también una disculpa para implantar un régimen retrogrado, que intentó cambiar el orden de la propiedad, esencialmente de la tierra: mataron a Gaitán, un admirador de Mussolini, como disculpa para arremeter contra los sectores progresistas de la sociedad, y presente el ansia de un poder empequeñecido, que garantizaba la perpetuidad, disculpándose en el culto y en la moral, más mojigatos y más moralistas que las discretas habitantes del convento, desde luego por puritanas alejadas de la vista de las Weismann sin reparo en el amor clandestino.
Con una prosa arrolladora e impactante, un trato maestro del idioma, por demás acudiendo a un tono y ritmo cautivantes, Pardo conduce al lector por un breve espacio de suficiencia, en una constante contradicción, lógica de la dicotomía y la anfibología, explora la procelosa escalera de la violencia, acudiendo a la tradición como fuente, porque los medios han sido los principales responsables de enseñar una historia sesgada, afanados por mostrar que aquí nunca ha ocurrido nada, así los muertos hayan deambulado panza arriba sobre los lechos de los ríos o hayan quedado jetiabiertos en los zanjones al lado de los caminos, de todas maneras una pandemia universal que todavía no cesa, oculta tras los circuitos de una memoria que intentan disecar con justificaciones y mentiras, y la justificación: la de los resentidos y agitadores profesionales, que ha dado más muertes que la gripa asiática.
Benito Pérez Galdós

Dice don Benito Pérez Galdós que Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, la pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad[1], y parece es el problema en que se ha debatido sin duda al interior del infierno avizorado por Jorge Eliécer Pardo, para volver al mito, de una historia, de pronto fundamentado en la realidad, pero lo que si es real es la sociedad presente como materia novelable[2] —también expresión de Pérez Galdós— para entender el intríngulis de nuestras sociedades que se debaten en un mórbido temperamento apreciado y sin consideración a detenerse. No enseña la orilla para vadear el bote ni el faro con su luz roja que mancha, nos hace huir de esa orilla para continuar a la deriva por el centro de este río, el gran río de nuestra historia, en un castigo perenne.

Desde luego no es propósito de Pardo, ni de ningún escritor, encontrar el recodo, lo que no se plantea en Las Weismann..., ni en otra novela que retrate nuestros caracteres y nuestras contradicciones, nuestras contradicciones y nuestra psicología, nuestras contradicciones y nuestras búsquedas, al fin de cuentas vamos por una angostura empeñascada de sexos confundidos, habitando el sendero de la muchedumbre consternada, a la deriva por la incertidumbre si hay que repetirlo, con mil artificios para ocultar nuestra propia tristeza, más si nos estrellamos contra estas clases que advierten su choque de frente a la descomposición abierta bajo el pedestal donde reposan sus seguridades, y en ese entronque no tenemos la culpa quienes intentamos novelar la historia, construir ficción a partir de patrones sonsacados de la memoria colectiva.
Manuel Mejía Vallejo
En muchas ocasiones se ha podido plantear el problema de la incertidumbre, de no saber qué sucederá, especulando, mintiendo al mejor estilo de Mejía Vallejo con sus dogmas ignorantes, clamando la transformación social y urbana en animalesca y caníbal figura, aparece el contexto de la aglomeración sin que la magia de lo subreal desaparezca, ni siquiera que desaparezca el mundo de la magia, de los objetos delimitados y caprichosos, planteado en las cajas grandes donde las Weismann traían un automóvil, para iniciar el museo de lo ilógico, el paradigma de esos apegos imposibles, como parece el transcurrir de la novela, entre las flores de nombres mágicos, tan comunes y despectivos, como referente de los caprichos a que nos empuja la suerte nunca aprendida, siempre sorprendente, infeliz con nuestro karma sin que tengamos karma, pues el problema de la memoria estriba en no construir pasados, en hacernos culpables del futuro amasando nuestras desgracias, al mejor estilo de Anthony de Melo o Walter Rizzo, e incluso Luis Carlos Restrepo tan teórico y tan ineficiente, tan pletórico y tan positivista, que en el caso de Pardo unas mujeres desclasadas, distantes, de la iglesia y del parque — condición colonial si nos enteramos del proclive urbanismo que divide en suburbios e invasiones—, siempre en una deconstrucción informal. Hay un texto pertinente de Italo Calvino donde insiste en la levedad[3], y la levedad en Las Weismann... es un convencionalismo simbólico que ha capturado el autor mediante la utilización de elementos muertos, divisorios, que aíslan y distancian: el jardín es un propósito de ensueño, los muros y las puertas una frontera infranqueable al antojo de las protagonistas, el cuartel, la realidad de la miseria, la montaña, el misterio y la utopía, y las calles, apenas unas calles en una penumbra temerosa que esconde los dominios infernales de los miedos: único héroe capaz de cortar la cabeza de la Medusa es Perseo, que vuela con sus sandalias aladas; Perseo, que no mira el rostro de la Gorgona sino su imagen reflejada en el escudo de bronce.[4] Porque el simbolismo de maestro manejo baja el tono a la morbosidad de esta violencia que persiste, con los héroes fatuos que incendian sentimientos y contradicen realidades, pero que no muestran una polución palpable como en el insoslayable camino recorrido por la crudeza que no se asombra, sino que se acostumbra, y entonces el peso de la piedra que nos lleva al fondo del pozo, de donde sin duda no podremos liberarnos, nos mantiene por lo menos para soñar con la expectativa entre la crudeza del olor del barro y recordarnos que somos de la tierra, o de la mierda.
Gabriel García Márquez
No tan deslindado del subrealismo mágico, hay un contexto literario que intenta abrir un bonancible espacio para mostrar un estilo, una prosa lírica, figurativa, liviana, en constreñimiento por separarse, pero que vuela, sin desconocer la tremenda influencia del Nóbel nuestro abridor de caminos, de todas manera afectándonos, así lo neguemos, porque somos sus hijos mas directos y menos bastardos, que no conseguimos romper con nuestro propósito, en esta ocasión la novela de Pardo, muy andina, muy de la montaña, muy del valle, muy de los cambios bruscos en la dirección del viento, sin la grandes guerras de los Buendía, pero con las guerras de Ramón Rodríguez sin frentes, sin batallones, la guerra de los individuos y de los orgullos del Sargento Peñaranda, el antihéroe, la guerra de los sentimientos jamás olvidados como los de Gloria Weismann, rezagos de los amores perturbados en el pabellón de la tortura y de la muerte, sin vencedores ni vencidos, sólo para que llegue a aflojar en nuestra armazón el sabor de la eterna derrota, porque ambos enemigos asesinan, torturan, y tiene como instrumento la ley del talión, el ojo por ojo diente por diente, aunque a quienes saquen los ojos y los dientes no sea propiamente al enemigo más invisible, más inevitable, más sarcástico, muerto entre el deseo y los quejidos, más protuberante, marginal y subterráneo.
Antón Chejov
En lo que toca a la novela, y en lo que toca al autor, en lo que toca a las vísceras, Pardo pudo hacer lo que en palabras de Chejov significa combinar el arte con la predicación, sin decir que robar caballos está mal[5], huyéndole a las figuras figuradas, a las mentiras, huyéndole a no tener memoria, huyéndole a los establecimientos sondeados mediante mecanismo expeditos aunque claramente anunciados.

Millán Kundera
Tal vez Milán Kundera es más asexual. Su novela La insoportable levedad del ser es en realidad una amarga constatación de la Ineluctable Pesadez de Vivir[6], pero tangencial, apenas perceptiva de una realidad que quiere mostrar sin peso para que la Anguiferumque caput dura ne laedat harena[7], en el caso de Perseo con la cabeza de la medusa, en una generosidad común del héroe, aquí —me refiero a la novela de Jorge Eliécer Pardo— sin héroes, un problema que tiene que discutir con el tiempo, como cuando Virgilio en su entorno del arte quería quemar La Eneida y lo pidió hasta la saciedad, siendo precisamente en la volatilidad, en la liviandad, donde gana maestría esta novela con más de dos décadas de escritura, y allí Jorge Eliécer Pardo es afortunado, con la diferencia que en Las Weismann... los héroes son tomados por asalto y los matan —como para que hablemos claro—, no hay héroes, lo repito, sólo victimas de un destino que apaña, en una infértil playa donde todo se supedita a la rabia y al miedo, a la impotencia y a la infelicidad, porque nadie en este país parece haber adquirido ese innegable derecho. Es sugestiva innegablemente, de praxis cerrada, tal vez si o tal vez no, de una arsénica militancia por trastrocar errores, con la frustración en la palma de la mano por parte del autor de no poder curarlos, para ofrecerla como pesimismo, y vehículo para romper lo paradigmático que nos mantiene aquejados para asentar esa crudeza que a veces nos espanta más que la muerte, pero sin renegar de la suerte tan despiadada y tan sutil que no deja que nos enteremos del pasado, y nos impide tropezar de nuevo, esta vez con el filo agudo del futuro que tanto evadimos.
La primera edición de Las Weismann la hizo Plaza & Janés en 1978, es decir que para el 2008 cumplió treinta años de torear el exigente público novelístico, formando parte del entorno ficticio de la nueva narrativa latinoamericano después del boom, con siete ediciones sucesivas. ¿Por qué perdura? Perdura por la ambigüedad de la tirria y la adhesión, mas la última que nos caracteriza, ha permitido que esta sociedad sobreviva a pesar del conflicto, a pesar de la crueldad y el dogmatismo, muestra el origen en la tamaña pugna por el poder empequeñecido, oculta el deseo de monopolizar la tierra y los bienes, los amores traídos y los apegos insuperables, sin medir las consecuencias porque estamos dados a defender paradigmas por el placer de defenderlos, así los muertos estorben nuestros pasos y sus fantasmas nos impidan descansar tranquilos.

Los geranios, los claveles, las orquídeas, las dalias, las rosas, los crisantemos, las violetas, los gladiolos, las azucenas, las gardenias, los lirios, las margaritas, los cartuchos, todo un cementerio de flores muertas, una ecología para acentuar el luto y la presencia de las coronas obsequiadas con los que se profundizan los imposibles, tan común como los nombres de las mujeres, de las Weismann: Gloria, Yolanda, Dévora, Marlene, también eróticas en medio del luto, todas ellas propias de la puntanancia, del desflore escondido, como el amor a Ramón o a Antonio, sin final y sin alternativa en los escenarios tostados, de las noches cómplices, con las horas indeterminadas y no aptas para el olvido, avanzan regidas y sondeadas mientras se masturban, engañadas como estamos engañados con una realidad invisible.

Traído ese amor descerebrado, loco y pertinaz, taladra los sentimientos y justifica las acciones; la esquizofrenia desbordada del équite ambivalente: los que ponen el pecho a las balas, o los que ponen el dedo para apretar el gatillo, para proliferar el humo de un juego sin sentido, mientras las mujeres fenecen en la soledad porque no van a la guerra, la guerra es oficio de los machos en un país de machos cobardes o valientes, como hoy, simplemente sujetas a su papel inalterable, pariendo para el placer en un escenario de continente eyaculación, hijos e hijas que repiten la historia hasta saciarnos, hasta decir no más, pero sin detenernos. 
Jorge Luis Borges
Hay muchas Novelas Bellas desde El Misterio de Edwin Drood, de Charles Dickens, considerada por Borges la mejor del género, o las Novelas Bellas, de desbordado lirismo, que perciben el ambiente de la muerte tras bastidores: me ha impresionado Pedro Páramo, de Rulfo, para Álvaro Mutis la fuente donde se aprende a escribir, y por la prolongación del conflicto humano incluso más allá de la muerte, o La casa de las bellas durmientes, de Kawabata, novela que hubiera querido escribir y lo intentó en Recuerdos de mis putas tristes, García Márquez, consiguiendo apenas una caricatura de lo que fue su capacidad contadora, donde el amor es una dádiva con todo el comedido desprendimiento, caridad absoluta para romper la soledad, un endiosamiento lírico que se confunde con el erotismo vivo como lo inevitable, para volverse poesía e inigualable riqueza de lenguaje.
Podría señalar algunas consideraciones de por qué El jardín de las Weismann no ha tenido mejor fortuna en el ámbito de los lectores, que la merecería con creces, sin duda, por los medios, como otra forma de borrar la memoria, de discriminar, de privarnos de notar nuestra vergüenza, con todo el daño acumulado, han incentivado el acápite vulgar y morboso de la matanza subterránea desde los guerrilleros, paramilitares, el Estado y las mafias, simple recreación sustentada en el comportamiento truhanesco de pistoleros sin razón, para inculcarnos que somos así, producto de la psicología desviada por nuestra herencia hispana, sin justificar las diferencias, el antropofágico comportamiento de los hombres y mujeres que acumulan con tesón para su particular beneficio, mecanismos para esconder nuestras contradicciones y nuestras desigualdades, no sea que se vaya minando el pedestal de los héroes.

Las Weismann... nos involucra por un escenario común, también porque habla nuestro lenguaje: su historia como libro, hijo de estos vientos, permite recordarnos que estamos sobreviviendo en la locura de la guerra y del amor sin prejuicios de moral y de ética; de la locura que nos mencionan pero huimos, de las piedras debajo del colchón pero disfrutamos la suavidad de la espuma aunque se pelen nuestros lomos. Bueno leer a Jorge Eliécer Pardo para no jugar con la mediocridad de los textos surgidos de las calamidades, el secuestro, la muerte, el atentado, el terror, espectáculo salpicado con salsa de tomate al lado de los genitales femeninos usados hasta el cansancio en El Caleño, El Espacio, o los Extras diseminados por el amplio contexto de nuestra mojigata geografía, y para recuperar la conciencia.

Jorge Eliécer Pardo nace en Libano, Tolima, en 1950, cuna del escenario conflictivo, ámbito de las contradicciones sociales y políticas de Colombia, como en el caso de Jesús con Nazaret nada bueno puede salir de allí, si nos referimos a lo bueno como conservar los paradigmas, mantener escondidas las rebeldías y no partir la historia ni fermentar y amasar las diferencias, consecutiva en la indolencia en cuanto al terruño, por la década, no menos impropia para que surjan los renegados y los resentidos: veníamos de las diásporas y las grandes huidas, los nacionales para que no los matara el dogmatismo, en una guerra disfrazada de tierra, que en el fondo eran las Cruzadas contra el peligro del comunismo, el escarmiento para los que pretendían volver a repartir los bienes, la inquisición de una iglesia ortodoxa para que nadie salga del redil de la explotación inmisericorde, todo lo facho disparado para defender la fe, la raza, la ética de la riqueza innecesaria, y entonces nos encontramos con gobiernos de la falange cara al sol con la camisa nueva, los brazos extendidos hacia la esvástica, los discursos a lo Musolini o a lo Benito, con todo lo sesgado, pero también con la ceguera Staliniana de la incapacidad y el miedo para ofrecer alternativas a la mayoría, que no signifique descuerarnos ni aparecer con la jeta llena de moscos, solo presente la utopía, que se acrecienta con los triunfos en China y Cuba, con los de la religión es el opio del pueblo, sin que Dios tenga la culpa, o con los barbudos informales de Fidel y El Che por la revolución universal.
Jorge Eliécer Pardo (©Triunfo Arciniégas. 2012)

Sin duda Pardo supo de las gallinas asesinadas, de los racimos biches incendiados, de los famélicos cuadrúpedos ardiendo como teas. Tuvo que saber que muchos volteaban la arepa cansados con el color godo de sus rostros para tomar el color de las espaldas de los cachiporros, o viceversa, contado en la tradición, pero también vivió el novelón de los grandes medios, fortalecidos y al servicio de un estado empequeñecido, por lo menos así tuvo que crecer y enterarse con el naciente flash de la radio, los legendarios reporteros que todo lo sabían, el asombro de su surgimiento, las agencias de noticias desde todas las esferas, y también aprendió a cambiar los pírricos canales de la televisión que inauguró la dictadura, otro juego de la inmadurez, con la injerencia de los redentores asignados por quién, no se sabe, y al lado de tantas mentiras dichas y ocultadas, convivir entre falsetes y falacias, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo, y se siguen señalando como huevos prehistóricos, para encontrarse al final de la década con la posibilidad de la utopía, el sonsonete del proletariado, el puño alzado con las rocas de los estudiantes para destripar el rostro a los policías, los héroes huidizos y capaces de vivir harapientos en la montaña mirando cómo las aldeas y los pueblos se llenaban de aire pútrido. Tuvo que arribar a la década del sesenta, tan telúrica, aún con el pantalón corto pero con todo el rebozo de lo contestatario, preciso ambiente de donde surge El Jardín de la Weismann, pero también por el influjo de todas las rebeldías acumuladas en la literatura, los nadaistas, uno de ellos, más informales que obreros para desgracia de nuestra herencia, y chocar con el armado y arrollador carro de nuestro único Nóbel que eclipsó cualquier intento por hacer algo, no por culpa del excelso, que estuviera alejado de la magia, del embrujo tropical consignado en la leyenda de los intrusos conquistadores que todavía merodean, como las mujeres de la novela, buscando el escondido dorado que cuelga del cuello de todas las conciencias, sin considerarse que fuera subsuelo de los sueños, el parqueadero de las máquinas inservibles, como si las historias las contaran en el lejano ambiente de unos hechos que pudieron ocurrir, o que nunca sucedieron, más bien producto de la fantasía de viejos desocupados, de todas maneras un parto doloroso que la historia tendrá que reconocer.






* Nota inédita.
[1] Pérez Galdós, Benito, La sociedad como materia novelable. Pág. 26. Civitas. Madrid, 2002.
[2] Idem
[3] Calvino, Italo. Seis propuestas para el próximo milenio.
[4] Idem. Pág. 16
[5] Chejov, Antón P. Sin Trama y sin Final. Alba Editorial. Barcelona. 2002
[6] Calvino Italo. Op cit Pág. 18













[7] Para que la áspera arena no dañe la cabeza de serpentina cabellera (La Iliada. Virgilio)

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