lunes, 30 de julio de 2012

Libardo Vargas Celemín: Las Weismann: un jardín de símbolos


Las Weismann: un jardín de símbolos*
Libardo Vargas Celemín

Libardo Vargas C
El inicio de la escritura de una novela no tiene una fecha precisa, como tampoco son precisos los detalles que anteceden a la configuración del proyecto, sin embargo se puede afirmar que la idea se ha venido incubando por meses y hasta años, cuando de pronto, a manera de “iluminación” se escriben las primeras frases y se desborda el hilo narrativo. La tensión que se genera en el inconsciente se rompe y aparece, a veces con claridad, los caminos a seguir en la configuración definitiva.

Con mucha modestia puedo afirmar que fui testigo de esta etapa del proceso en el que surge la novela El Jardín de las Weismann y que acompañé a Jorge Eliécer en la materialización de los primeros párrafos que sirvieron de detonadores para que, con mucha constancia, disciplina y entrega, años después le entregara a la literatura colombiana esta obra.

Comencé mi periplo por las letras sin tener siquiera el soporte material de una máquina de escribir que me permitiera fijar las historias que imaginaba. Por esta razón Jorge Eliécer, con la generosidad de siempre, me invitó, en el periodo de vacaciones del mes de junio, al pequeño apartamento donde vivía, en un segundo piso del barrio San Diego de la ciudad de la música y me prestó una remington achacosa, también me extendió unas hojas de papel en blanco y me instaló en una mesa amplía, en cuyo extremo se ubicó él y nos dimos a la tarea de teclear con fruición.

No recuerdo los textos que escribí en aquel periodo, pero si las constantes interrupciones que sufríamos cuando alborozados, nos leíamos el párrafo recién armado, la metáfora humeante, el personaje que adquiría el vigor suficiente para echar a caminar y las anécdotas que configuraban la urdimbre de la futura novela. Allí se perfiló definitivamente el sargento Peñaranda, Ramoncito adquirió estatus de líder de la resistencia y las Weismann comenzaron a emerger del esbozo inicial.

Las vacaciones terminaron pronto y Jorge Eliécer volvió a lidiar con los adolescentes de una escuela urbana de la ciudad. Con las primeras páginas como el germen de la novela, Jorge Eliécer se enfrascó en la aventura de redondear la historia y organizar el relato y por muchos meses estuvo leyéndosela siempre a sus amigos, escuchando las recomendaciones de su hermano Carlos Orlando y, sobre todo, atendiendo a esa intuición narrativa que comenzaba a acumular. Un día cualquier nos hizo saber que la novela estaba concluida y que iba a ser publicada por una editorial de prestigio y más tarde asistimos entusiasmados al lanzamiento de esta novela, de la que puede decirse que se convirtió en un texto paradigmático de una etapa de la literatura colombiana.

Treinta años después me he vuelto a enfrentar a la lectura reposada de la obra, la cual ha recibido algunos retoques, pero en su esencia es la misma que apareciera en el año 1978. De este reencuentro es del que quiero hablar, no sin antes advertir que mi periplo por la academia me ha dotado de algunas herramientas conceptuales que han abierto las perspectivas de análisis y aquella lectura impresionista y jubilosa de hace treinta años se ha vuelto el punto de partida para bucear en los distintos sentidos que se abren, como los pétalos de las flores en ese jardín metafórico de la Casa de los Pinos.

Una aproximación inicial a El jardín de las Weismann nos muestra una especie de principio que rige su desarrollo textual y es el criterio de la elusividad, entendida esta como la astucia narrativa para evitar que la realidad aparezca con toda su carga referencial y el lector termine inmerso en descripciones naturalistas que le agoten cualquier posibilidad a la imaginación, por cuanto la saturación de detalles y la manera de presentarlos terminan por restringir su papel de co-creador del texto definitivo. Por esta razón en la novela existen ejes temáticos sugeridos que se van articulando de tal forma que se crea una atmósfera que resulta bastante sugestiva y que soporta en buena parte el desarrollo de la historia, sin caer en las truculencias argumentales.

El exilio constituye uno de esos ejes temáticos que sin ser el centro de la narración tiene una presencia en el claroscuro de la misma. No se trata simplemente de las esporádicas evocaciones que hacen Debora, Brenda, Karen y Marlen, las Weismann arrojadas por la segunda guerra mundial al continente americano, sino también sus siete descendientes, también empujadas por el exilio interior a un pueblo andino.

En la introducción al libro Reflexiones sobre el exilio, Eduard Said (2005; 42) afirma que el exilio puede producir rencor y pesar, así como una mirada más aguda. Lo que se ha dejado atrás o bien puede llorarse o bien puede utilizarse para obtener un juego de lentes distintas. Y tanto las madres alemanas como sus hijas, convierten su existencia en una especie de confrontación con el presente atrincheradas en los recuerdos, pero también avizorando el futuro que les espera en estas tierras que le son extrañas, pero paradójicamente idéntica en la práctica de la violencia, a su Alemania nutricia.

…nosotras no vinimos a conseguir hombres, vinimos a hacer nuestra propia vida y a recordar nuestros muertos, afirma Yolanda Weismann y en esas palabras parece resumirse ese exilio voluntario que han adoptado, a sabiendas de los riesgos que trae esa otra guerra no declarada que tienen que soportar. Estas mujeres que desafían la visión parroquial de una comunidad enfrascada en la lucha por la sobrevivencia, terminan haciendo parte de la resistencia contra la hegemonía del poder, tal vez como una forma de adquirir visibilidad ante sus vecinos, pero también como el primer paso para anclarse en un territorio y construir memoria como parte de su exilio.

Para Julio Ortega Cuartas (2007; 13) En la noción del exilio hay dos espacios interpuestos, el que se deja, y el que se busca o encuentra; en la experiencia del exilio y en el relato que da cuenta de la misma hay otro lugar territorio forjado por sus lenguajes y en el caso de las Weismann ese nuevo lugar que surge de su desplazamiento tiene que ver con el lenguaje del erotismo tamizado por las expresiones referentes a las flores. En este territorio las siete mujeres hermosas deben adoptar el lenguaje del rechazo ante el asecho de los hombres y las expresiones lacónicas ante suspicacia de las mujeres del pueblo, pero cuando la libido despierta ya no pueden domeñar sus impulsos, aparece ese lenguaje mezcla de erotismo y de lirismo que hacen del texto un discurrir hacia la pasión y la entrega.

A pesar de que la primera generación de exiliados sale de la Alemania en llamas, los recuerdos no se evocan desde el lenguaje nativo y bien pronto se opta por la adaptación a la nueva lengua. El primer intento se da con el aprendizaje del poema escrito en su honor, por un poeta español que viajaba al destierro en el mismo barco en el que ellas atravesaban el Atlántico. No existe pues un cruce idiomático que haga patético el desgarramiento por el abandono de la patria, incluida la lengua, lo que se da es más bien un intento por esconder aquello que pueda vulnerar su aparente entereza frente a las circunstancias y conservar la idea de mujeres blindadas ante las emociones superficiales.

Si bien el exilio aparece como un telón de fondo, su influencia no marca los derroteros de la historia, pero su aroma, al igual que el de las flores, se esparce por todo el relato como parte del insumo necesario para que la recreación de la atmósfera conserve los visos de verosimilitud necesarios en la novela moderna.

Aunque la inscripción inicial de la obra se da en los terrenos de la novela de la violencia, hay un intento por superar el simple realismo y para ello el narrador acude a la reiteración de determinados símbolos que matizan el impacto y puede hablarse metafóricamente de los cruentos hechos sin que nos salpique la sangre. Por ejemplo la continua mención al macabro ejercicio de la muerte tiene en el chasquido de las botas del sargento Peñaranda una especie de eufemismo que, aunque no nos retrate las atrocidades, si percibimos sus resultados, los mismos que son transportados en “la volqueta del municipio”, coche fúnebre que se desliza en las noches con su carga de hombres silenciados por sus ideas.

Gilbert Durand, citado por Luis Garagalza (1990; 29) establece la primacía del sentido simbólico ( o figurado) sobre el sentido propio (o literal) y de esta manera le da el carácter de organizador de las estructuras y de los sentidos, por esta razón el juego que establece el narrador de El jardín de las Weismann en torno a las prácticas violentas que realiza el sargento Peñaranda al mencionarlos eufemísticamente, le quitan la terrible denotación de salvajismo para alcanzar la connotación de actos reiterativos de una ansia de poder desmedido.

El narrador hace uso del símbolo como un mecanismo que transporta el sentido, y lo hace a partir de imágenes definidas que se reiteran en la novela para alcanzar la comprensión del lector. Estas imágenes corresponden básicamente a los sentidos auditivos, visuales y táctiles y alcanzan su efecto acumulativo.

El chasquido de las botas como una imagen acústica que se expande por todo el pueblo genera en el lector, al igual que en los protagonistas, la misma zozobra que produce el conocimiento de que una bestia anda suelta y busca desesperadamente a sus víctimas. Este impacto no es igual a la descripción de las acciones que realiza el temible sargento, en otras palabras, nos basta escuchar el sonido para lograr la asociación con los resultados, sin necesidad de la obvia y escabrosa pintura de hombres y mujeres desmembrados.

Los incendios de las casas en las noches hacen parte de las imágenes visuales que producen temor en los habitantes del pueblo. Cada resplandor es un punto en la reconstrucción nocturna de la ruta del sargento Peñaranda y sus policías. Para el narrador basta esta simple mención y no es necesario profundizar en la descripción morbosa de los hechos, pues se trata ante todo de eludir la vivencialidad directa por expresiones que maticen la brutalidad de estos actos.

Estas y otras imágenes recurrentes se concretizan en una que condensa todos los sentidos. Se trata de la volqueta del municipio cuyo ronroneo rumbo al río con su cargamento de cadáveres de bocas amoratadas simboliza la cosecha diaria de la muerte. En esta imagen se materializan largas descripciones ensayísticas, centenares de cuadros, estadísticas profusas y exégesis socioculturales sobre los resultados del conflicto. En este viaje fantasmagórico que realiza el vehículo oficial se resume sin lágrimas ni lloros, el destino miles de colombianos que siguen siendo desaparecidos por el solo hecho de disentir.

El erotismo es otro de los ejes que estructuran la novela, quizá con la violencia los más explícitos, sin perder de vista la intención elusiva de toda la obra. En las Weismann se dan distintos niveles de erotismo que oscilan entre la lucha por reprimirlo que libra Yolanda, hasta la constante evocación que hace Gloria. La primera adelanta su lucha por apartarlo de su vida como una forma de evitar claudicaciones ante el medio y poder cumplir una misión casi mesiánica: la venganza por las vejaciones que ha sufrido su familia. Para Yolanda el erotismo se confunde con la sexualidad y de ese equívoco nace su frustración como mujer.

El erotismo como el escenario de sensaciones y percepciones del cuerpo deseado se emparenta con la poesía a través de las imágenes. Octavio Paz (1994;10) explica esta relación: La imagen poética es abrazo de realidades opuestas y la rima es la cópula de sentidos; la poesía erotiza el lenguaje y al mundo porque ella misma, en su modo de operación, es ya erotismo, por eso los monólogos de Gloria Weismann están cargados de esa poeticidad que convoca los sentidos para que el cuerpo amado de Antonio o de Ramoncito se aparezcan en su alcoba como preludio de la sexualidad.

Octavio Paz
Te haré baños de amor y abluciones de nomeolvides, pero quédate Ramoncito, quédate para amarte como tú sabes que puedo hacerlo, porque por ti mejoraré las caricias y todo lo que una mujer enamorada puede dar (2008;84) y estas palabras de Gloria musitadas en la soledad de su cuarto intentan retener el cuerpo deseado, como parte de ese ritual erótico donde la palabra poética se emparenta definitivamente con las sensaciones que experimenta el sujeto enamorado. No se trata del simple llamado a la convivencia carnal, sino a la trascendencia que emana de la comunión de dos seres enfrentados a las peripecias de la existencia humana.

Según Octavio Paz (1994;10) El agente que mueve lo mismo al acto erótico que al poético es la imaginación. Es la potencia que transfigura al sexo en armonía y rito, al lenguaje en ritmo y metáfora y Gloria desde su alcoba viaja a los espacios en los que cree se encuentran su amante platónico Estarás en un calabozo, con las manos juntas, con la piel húmeda (…) Estarás frío, con hambre (…) con ganas de un té caliente, con ganas de Gloria Weismann. Aquí la prosa adquiere un ritmo especial, precisamente el que lo acerca a la musicalidad del verso. La imaginación de Gloria, por limitada que parezca, permite trazar la ruta paralela de los acontecimientos externos del conflicto, con esa otra desdicha que vive su ser y es el enamoramiento (más erótico y sentimental que sexual).

Otra de las características del erotismo es su oscilación entre los extremos de la condición humana. Paz (1994;17) lo expresó lapidariamente: El erotismo es el caprichoso servidor de la vida y de la muerte. la reiteración de esta condición se convierte en un leit motiv de muchos poetas y narradores y en los ejemplos mismos de la realidad que nos toca vivir. Las frases de Gloria ilustran plenamente esta visión. Cuando ella sospecha que ese hombre cuyo cuerpo dibuja con saliva en las paredes no volverá a ser acariciado por sus manos decide atraparlo en la memoria para siempre: “No te dejaré ir, amor mío, desde ahora cortaré las flores para que esta noche sea la despedida a la vida para lograr el camino de la noche en el amor”. Y se cierra el ciclo de la posibilidad tangible del amor para instaurarse en el plano del recuerdo.

Rodrigo Arguello
El jardín y las flores pueden aparecer como otro eje temático, sin embargo su presencia es tan fuerte que puede verse como una extensa metáfora que aflora en toda la novela y se convierte en el símbolo estructurador y dinámico que logra articular la historia. Desde el análisis mismo del título encontramos que este corresponde al denominado metafórico que según Rodrigo Arguello (2006;69) es el que muestra de manera clara que el titulo contiene características tropológicas, generalmente estructurado con un lenguaje figurado y con intenciones simbólicas. A partir de esta definiciones podemos establecer algunos símbolos que transportan sentidos más explícitos.

Aquí es necesario precisar que existe un campo semántico relativo al jardín y cuyas expresiones se entrelazan: ramo, semilla, nombre de las plantas, aroma, siembra, etc. Cada una de estas manifestaciones cumple su papel en la obra y su descripción apuntala los distintos sentidos que se manifiestan en la novela.

El jardín aparece inicialmente como manifestación de la actitud de soberbia y distanciamiento que las hermanas Weismann crean frente a los demás habitantes del poblado: con sus manos suaves metidas en guantes plásticos , plantaron semillas de todos los tamaños y nombres, removiendo la tierra del patio amplio en el fondo de la casa (2008; 12). De allí surge el elemento diferenciador pues La Casa de los pinos es distinta a las otras del poblado gracias al color de su jardín y se convierte en un símbolo que va de lo extraño y casi misterioso, a lo alegre y festivo de ese espacio físico. La localización del jardín a continuación del cuartel del Sargento Peñaranda también permite contrastar la vida frente a la muerte, el ambiente de paz con el llanto y las lamentaciones de los que van a ser ejecutados.
El jardín también cumple otra función y se convierte en el escenario donde las hermanas intercambian sus visiones. Este jardín —escenario presidido por Yolanda— es una especie de ágora donde se intenta discutir el futuro de sus vidas, así sean las decisiones de esta las que termine el grupo por aceptarles en silencio.

El jardín también es el lugar de sacrificio: Peñaranda bajó con su hombres hasta el color de la vida, rompiendo las rosas, desgajando azucenas, marchitando los claveles y haciendo humedecer las begonias con sus palabras de muerte y sus chasquidos de violación (2008; 77). El jardín es violentado y los cuerpos de los seis hombres de la resistencia caen frente a las puertas de los cuartos donde los espera el placer y este jardín como marco dantesco simboliza la pérdida irreparable del futuro, el fracaso de la resistencia, el golpe mortal a la organización, la llegada del final de Ramoncito. El jardín destrozado es el grito del triunfo de la barbarie sobre el color, el aroma y las formas, es decir, sobre la vida.

El aroma de las flores cumple también una función que está ligada con el despertar de la libido. Lo vio venir con el cuerpo desnudo y la fragancia de los lirios saliendo por los poros (2008;65) esta imagen que percibe Gloria mientras espera a Ramoncito se torna reiterativa pero sigues siendo Ramoncito, el de las canas en el cuerpo y el olor a rosas (2008; 85). Pero ese olor a rosas que expele el protagonista se transforma en olor a musgo Te quitaré el olor a musgo y cogerás el olor que nos llevaremos en la bendición del amor (2008). Este cambio de aroma que se da por la rusticidad del espacio, el monte, donde lucha el personaje, en nada cambia la percepción y se convierte en un estímulo más en busca del placer.


Las flores, esta vez agrupadas en ramos expresan el sentido y el compromiso que adquieren las Weismann. Su vinculación a la resistencia la hacen a través de las flores, el ramo es el mensajero, el puente de comunicación del que jamás sospecharán las fuerzas represivas: aprobaron enviarle un ramo de flores rojas y unos billetes, dejarlos en el lugar descrito y no hablar más del asunto (2008; 47). Esta actitud de las mujeres de origen alemán es apenas predecible por cuanto en la prospectiva de sus vidas está la venganza que deben realizar contra quienes vejaron a su lejana familia. Fue, ante todo, como lo expresa la novela vincularse de esa manera al apoyo a la vida. (2008; 48). Los ramos en su inocente presentación se convierten en puente de comunicación, en el correo de la esperanza y la posibilidad de derrotar la barbarie.
Los ramos también presentan una significación secundaria y dejan entrever cierta distensión entre las Weismann y los habitantes del pueblo. La iglesia es adornada precisamente con las flores que ellas llevan y la participación en el ritual católico las ubica en el mismo plano, sin que el narrador enfatice este hecho, pues pertenece a las catálisis indispensables para lograr la coherencia narrativa.

Recapitulando sobre el simbolismo de las flores se puede afirmar que su papel es vital como epicentro de sentidos, pues allí se expresan desde lo erótico, hasta lo estético pasando por el compromiso político que asumen las Weismann, el imaginario colectivo, el termómetro de la situación y hasta la premonición por los hechos que han de ocurrir. Esto último se evidencia en una de las visitas que realiza Ramón a Gloria: Miró que las flores sembradas en meses anteriores tenían colores opacos (2008; 33) y este es el presagio que marca el desarrollo de los acontecimientos que terminan con la muerte del jefe de la resistencia.
Como hemos visto los ejes temáticos del exilio, la violencia, el erotismo y el jardín se desdoblan en múltiples sentidos y crean un atmósfera donde, si bien hay momentos en que se respira el terror, no necesariamente se cae en la descripción escueta, lo que constituye uno de los valores de la novela, como ya se afirmó antes. Pero no se trata solamente de elusión como mecanismo narrativo, sino que de ella surge el papel del símbolo como conocimiento previo y su materialización en una prosa aséptica, que, sin recurrir a demasiados artificios retóricos, da cuenta de las acciones y los ambientes, sin poder liberarse completamente de cierto lirismo.

"Desquite"
El lenguaje de la violencia cede el paso a un campo lexicográfico rico en alusiones a los sentidos. La descripción escatológica desaparece ante la mención morigerada. Los hombres no habían alcanzado a soltar la respiración cuando sintieron el latigazo en la espalda llevándoseles la vida en el aroma de las flores (2008;77). Aquí no se percibe el morbo de otros textos que se aferran a mostrar los cuadros dantescos con la pretensión de alcanzar un impacto contundente en el lector, cuando en realidad están limitando su imaginación, ya que él tiene todas las posibilidades de reconstruir las imágenes sugeridas por narrador.
Junto al lenguaje que transita por la economía y la poeticidad aparece la estructura del narrador como otro elemento que logra contribuir a la síntesis narrativa. Predomina un narrador extradiegético que se alterna con los breves monólogos de algunos de los personajes, situación que permite fluidez, pero también redondear la historia, pese a la brevedad del número de páginas.

Treinta años después de su aparición la novela de Jorge Eliécer resiste una serie de análisis densos y todavía el lector puede encontrar sentidos y significaciones que se esconden ante las primeras lecturas. El paso de los años ha permitido una valoración más objetiva, pese a que los hechos narrados siguen sucediéndose en el país, tal vez con métodos más refinados, pero igualmente salvajes. La violencia como tema recurrente de nuestra vida social sigue presente en nuestra literatura, pero no exactamente como testimonio realista, sino con propuestas como la que se explicita en esta novela, donde existe una recreación que surge de lo horrido para instaurarse en el campo de la estética como lo presagiaba Baudelaire.

Baudelaire
La resonancia de las teclas en el pequeño apartamento del barrio San Diego de Ibagué persiste en mi memoria, como también la viva emoción de Jorge Eliécer leyéndome un párrafo. Tres décadas después El jardín de las Weismann va de anaquel en anaquel y de mano en mano atrapando lectores y el sargento Peñaranda dejando escuchar el chasquido de sus botas sobre la historia de la literatura colombiana.


Bibliografía
Arguello, Rodrigo (2006). La muerte del relato metafísico. Ambrosía editores. Bogotá.
Garagalza, Luis (1990). La interpretación de los símbolos. Antropos editores. Barcelona.
Ortega Cuartas, Julio (2007) Escrituras de España y América. Iberoamérica. Madrid
Paz, Octavio (1994) La llama doble, Amor y erotismo. Seix Barral. Madrid.
Said, Eduard (2005) Reflexiones sobre el exilio. Debates. Barcelona.

Libardo Vargas Celemín, nació en Ibagué, en 1952. Especialista en la Enseñanza de la literatura, Profesor Asociado de la Universidad del Tolima. Director del Grupo de investigación en Literatura del Tolima.

Libros publicados: Tururá (1989); Las estaciones del olvido (1996); Más allá del infierno (2004); Una mujer difícil y otros textos breves (2009).






* Nota inédita.

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