Las Weismann: un
jardín de símbolos*
Libardo
Vargas Celemín
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Libardo Vargas C |
El inicio de la escritura de una novela no
tiene una fecha precisa, como tampoco son precisos los detalles que anteceden a
la configuración del proyecto, sin embargo se puede afirmar que la idea se ha
venido incubando por meses y hasta años, cuando de pronto, a manera de
“iluminación” se escriben las primeras frases y se desborda el hilo narrativo.
La tensión que se genera en el inconsciente se rompe y aparece, a veces con
claridad, los caminos a seguir en la configuración definitiva.
Con mucha modestia puedo afirmar que fui
testigo de esta etapa del proceso en el que surge la novela El Jardín de las Weismann y que acompañé
a Jorge Eliécer en la materialización de los primeros párrafos que sirvieron de
detonadores para que, con mucha constancia, disciplina y entrega, años después
le entregara a la literatura colombiana esta obra.

No recuerdo los textos que escribí en
aquel periodo, pero si las constantes interrupciones que sufríamos cuando
alborozados, nos leíamos el párrafo recién armado, la metáfora humeante, el
personaje que adquiría el vigor suficiente para echar a caminar y las anécdotas
que configuraban la urdimbre de la futura novela. Allí se perfiló
definitivamente el sargento Peñaranda, Ramoncito adquirió estatus de líder de
la resistencia y las Weismann comenzaron a emerger del esbozo inicial.
Las vacaciones terminaron pronto y Jorge
Eliécer volvió a lidiar con los adolescentes de una escuela urbana de la
ciudad. Con las primeras páginas como el germen de la novela, Jorge Eliécer se
enfrascó en la aventura de redondear la historia y organizar el relato y por
muchos meses estuvo leyéndosela siempre a sus amigos, escuchando las recomendaciones
de su hermano Carlos Orlando y, sobre todo, atendiendo a esa intuición
narrativa que comenzaba a acumular. Un día cualquier nos hizo saber que la
novela estaba concluida y que iba a ser publicada por una editorial de
prestigio y más tarde asistimos entusiasmados al lanzamiento de esta novela, de
la que puede decirse que se convirtió en un texto paradigmático de una etapa de
la literatura colombiana.
Treinta años después me he vuelto a
enfrentar a la lectura reposada de la obra, la cual ha recibido algunos
retoques, pero en su esencia es la misma que apareciera en el año 1978. De este
reencuentro es del que quiero hablar, no sin antes advertir que mi periplo por
la academia me ha dotado de algunas herramientas conceptuales que han abierto
las perspectivas de análisis y aquella lectura impresionista y jubilosa de hace
treinta años se ha vuelto el punto de partida para bucear en los distintos
sentidos que se abren, como los pétalos de las flores en ese jardín metafórico
de la Casa de los Pinos.
El exilio constituye uno de esos ejes
temáticos que sin ser el centro de la narración tiene una presencia en el
claroscuro de la misma. No se trata simplemente de las esporádicas evocaciones
que hacen Debora, Brenda, Karen y Marlen, las Weismann arrojadas por la segunda
guerra mundial al continente americano, sino también sus siete descendientes,
también empujadas por el exilio interior a un pueblo andino.
En la introducción al libro Reflexiones sobre el exilio, Eduard Said
(2005; 42) afirma que el exilio puede producir
rencor y pesar, así como una mirada más aguda. Lo que se ha dejado atrás o bien
puede llorarse o bien puede utilizarse para obtener un juego de lentes
distintas. Y tanto las madres alemanas como sus hijas, convierten su
existencia en una especie de confrontación con el presente atrincheradas en los
recuerdos, pero también avizorando el futuro que les espera en estas tierras
que le son extrañas, pero paradójicamente idéntica en la práctica de la
violencia, a su Alemania nutricia.
…nosotras
no vinimos a conseguir hombres, vinimos a hacer nuestra propia vida y a
recordar nuestros muertos, afirma Yolanda Weismann y en esas palabras
parece resumirse ese exilio voluntario que han adoptado, a sabiendas de los
riesgos que trae esa otra guerra no declarada que tienen que soportar. Estas
mujeres que desafían la visión parroquial de una comunidad enfrascada en la
lucha por la sobrevivencia, terminan haciendo parte de la resistencia contra la
hegemonía del poder, tal vez como una forma de adquirir visibilidad ante sus
vecinos, pero también como el primer paso para anclarse en un territorio y
construir memoria como parte de su exilio.
Para Julio Ortega Cuartas (2007; 13) En la noción del exilio hay dos espacios
interpuestos, el que se deja, y el que se busca o encuentra; en la experiencia
del exilio y en el relato que da cuenta de la misma hay otro lugar territorio
forjado por sus lenguajes y en el caso de las Weismann ese nuevo lugar que
surge de su desplazamiento tiene que ver con el lenguaje del erotismo tamizado
por las expresiones referentes a las flores. En este territorio las siete
mujeres hermosas deben adoptar el lenguaje del rechazo ante el asecho de los
hombres y las expresiones lacónicas ante suspicacia de las mujeres del pueblo,
pero cuando la libido despierta ya no pueden domeñar sus impulsos, aparece ese
lenguaje mezcla de erotismo y de lirismo que hacen del texto un discurrir hacia
la pasión y la entrega.
A pesar de que la primera generación de
exiliados sale de la Alemania en llamas, los recuerdos no se evocan desde el
lenguaje nativo y bien pronto se opta por la adaptación a la nueva lengua. El
primer intento se da con el aprendizaje del poema escrito en su honor, por un
poeta español que viajaba al destierro en el mismo barco en el que ellas atravesaban
el Atlántico. No existe pues un cruce idiomático que haga patético el
desgarramiento por el abandono de la patria, incluida la lengua, lo que se da
es más bien un intento por esconder aquello que pueda vulnerar su aparente
entereza frente a las circunstancias y conservar la idea de mujeres blindadas
ante las emociones superficiales.
Si bien el exilio aparece como un telón
de fondo, su influencia no marca los derroteros de la historia, pero su aroma,
al igual que el de las flores, se esparce por todo el relato como parte del
insumo necesario para que la recreación de la atmósfera conserve los visos de
verosimilitud necesarios en la novela moderna.
Aunque la inscripción inicial de la obra
se da en los terrenos de la novela de la violencia, hay un intento por superar
el simple realismo y para ello el narrador acude a la reiteración de
determinados símbolos que matizan el impacto y puede hablarse metafóricamente
de los cruentos hechos sin que nos salpique la sangre. Por ejemplo la continua
mención al macabro ejercicio de la muerte tiene en el chasquido de las botas
del sargento Peñaranda una especie de eufemismo que, aunque no nos retrate las
atrocidades, si percibimos sus resultados, los mismos que son transportados en
“la volqueta del municipio”, coche fúnebre que se desliza en las noches con su
carga de hombres silenciados por sus ideas.
Gilbert Durand, citado por Luis Garagalza
(1990; 29) establece la primacía del
sentido simbólico ( o figurado) sobre el sentido propio (o literal) y de
esta manera le da el carácter de organizador de las estructuras y de los
sentidos, por esta razón el juego que establece el narrador de El jardín de las Weismann en torno a las
prácticas violentas que realiza el sargento Peñaranda al mencionarlos
eufemísticamente, le quitan la terrible denotación de salvajismo para alcanzar
la connotación de actos reiterativos de una ansia de poder desmedido.
El narrador hace uso del símbolo como un mecanismo
que transporta el sentido, y lo hace a partir de imágenes definidas que se reiteran
en la novela para alcanzar la comprensión del lector. Estas imágenes
corresponden básicamente a los sentidos auditivos, visuales y táctiles y
alcanzan su efecto acumulativo.

Los incendios de las casas en las noches
hacen parte de las imágenes visuales que producen temor en los habitantes del
pueblo. Cada resplandor es un punto en la reconstrucción nocturna de la ruta
del sargento Peñaranda y sus policías. Para el narrador basta esta simple
mención y no es necesario profundizar en la descripción morbosa de los hechos,
pues se trata ante todo de eludir la vivencialidad directa por expresiones que
maticen la brutalidad de estos actos.
Estas y otras imágenes recurrentes se
concretizan en una que condensa todos los sentidos. Se trata de la volqueta del
municipio cuyo ronroneo rumbo al río con su cargamento de cadáveres de bocas
amoratadas simboliza la cosecha diaria de la muerte. En esta imagen se
materializan largas descripciones ensayísticas, centenares de cuadros,
estadísticas profusas y exégesis socioculturales sobre los resultados del
conflicto. En este viaje fantasmagórico que realiza el vehículo oficial se
resume sin lágrimas ni lloros, el destino miles de colombianos que siguen
siendo desaparecidos por el solo hecho de disentir.
El erotismo es otro de los ejes que
estructuran la novela, quizá con la violencia los más explícitos, sin perder de
vista la intención elusiva de toda la obra. En las Weismann se dan distintos
niveles de erotismo que oscilan entre la lucha por reprimirlo que libra
Yolanda, hasta la constante evocación que hace Gloria. La primera adelanta su
lucha por apartarlo de su vida como una forma de evitar claudicaciones ante el
medio y poder cumplir una misión casi mesiánica: la venganza por las vejaciones
que ha sufrido su familia. Para Yolanda el erotismo se confunde con la
sexualidad y de ese equívoco nace su frustración como mujer.
El erotismo como el escenario de
sensaciones y percepciones del cuerpo deseado se emparenta con la poesía a
través de las imágenes. Octavio Paz (1994;10) explica esta relación: La imagen poética es abrazo de realidades
opuestas y la rima es la cópula de sentidos; la poesía erotiza el lenguaje y al
mundo porque ella misma, en su modo de operación, es ya erotismo, por eso
los monólogos de Gloria Weismann están cargados de esa poeticidad que convoca
los sentidos para que el cuerpo amado de Antonio o de Ramoncito se aparezcan en
su alcoba como preludio de la sexualidad.
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Octavio Paz |
Te
haré baños de amor y abluciones de nomeolvides, pero quédate Ramoncito, quédate
para amarte como tú sabes que puedo hacerlo, porque por ti mejoraré las
caricias y todo lo que una mujer enamorada puede dar (2008;84) y estas palabras de Gloria musitadas en la
soledad de su cuarto intentan retener el cuerpo deseado, como parte de ese
ritual erótico donde la palabra poética se emparenta definitivamente con las
sensaciones que experimenta el sujeto enamorado. No se trata del simple llamado
a la convivencia carnal, sino a la trascendencia que emana de la comunión de
dos seres enfrentados a las peripecias de la existencia humana.
Según Octavio Paz (1994;10) El agente que mueve lo mismo al acto erótico
que al poético es la imaginación. Es la potencia que transfigura al sexo en
armonía y rito, al lenguaje en ritmo y metáfora y Gloria desde su alcoba
viaja a los espacios en los que cree se encuentran su amante platónico Estarás en un calabozo, con las manos
juntas, con la piel húmeda (…) Estarás frío, con hambre (…) con ganas de un té
caliente, con ganas de Gloria Weismann. Aquí la prosa adquiere un ritmo
especial, precisamente el que lo acerca a la musicalidad del verso. La
imaginación de Gloria, por limitada que parezca, permite trazar la ruta
paralela de los acontecimientos externos del conflicto, con esa otra desdicha
que vive su ser y es el enamoramiento (más erótico y sentimental que sexual).

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Rodrigo Arguello |
Aquí es necesario precisar que existe un
campo semántico relativo al jardín y cuyas expresiones se entrelazan: ramo,
semilla, nombre de las plantas, aroma, siembra, etc. Cada una de estas
manifestaciones cumple su papel en la obra y su descripción apuntala los
distintos sentidos que se manifiestan en la novela.
El jardín aparece inicialmente como
manifestación de la actitud de soberbia y distanciamiento que las hermanas
Weismann crean frente a los demás habitantes del poblado: con sus manos suaves metidas en guantes plásticos , plantaron semillas
de todos los tamaños y nombres, removiendo la tierra del patio amplio en el
fondo de la casa (2008; 12). De allí surge el elemento diferenciador pues La Casa de los pinos es distinta a las
otras del poblado gracias al color de su jardín y se convierte en un símbolo
que va de lo extraño y casi misterioso, a lo alegre y festivo de ese espacio
físico. La localización del jardín a continuación del cuartel del Sargento
Peñaranda también permite contrastar la vida frente a la muerte, el ambiente de
paz con el llanto y las lamentaciones de los que van a ser ejecutados.
El jardín también cumple otra función y
se convierte en el escenario donde las hermanas intercambian sus visiones. Este
jardín —escenario presidido por Yolanda— es una especie de ágora donde se
intenta discutir el futuro de sus vidas, así sean las decisiones de esta las
que termine el grupo por aceptarles en silencio.
El jardín también es el lugar de
sacrificio: Peñaranda bajó con su hombres
hasta el color de la vida, rompiendo las rosas, desgajando azucenas,
marchitando los claveles y haciendo humedecer las begonias con sus palabras de
muerte y sus chasquidos de violación (2008; 77). El jardín es violentado y
los cuerpos de los seis hombres de la resistencia caen frente a las puertas de
los cuartos donde los espera el placer y este jardín como marco dantesco
simboliza la pérdida irreparable del futuro, el fracaso de la resistencia, el
golpe mortal a la organización, la llegada del final de Ramoncito. El jardín
destrozado es el grito del triunfo de la barbarie sobre el color, el aroma y
las formas, es decir, sobre la vida.
El aroma de las flores cumple también una
función que está ligada con el despertar de la libido. Lo vio venir con el cuerpo desnudo y la fragancia de los lirios
saliendo por los poros (2008;65) esta imagen que percibe Gloria mientras
espera a Ramoncito se torna reiterativa pero
sigues siendo Ramoncito, el de las canas en el cuerpo y el olor a rosas
(2008; 85). Pero ese olor a rosas que expele el protagonista se transforma en
olor a musgo Te quitaré el olor a musgo y
cogerás el olor que nos llevaremos en la bendición del amor (2008). Este
cambio de aroma que se da por la rusticidad del espacio, el monte, donde lucha
el personaje, en nada cambia la percepción y se convierte en un estímulo más en
busca del placer.
Las flores, esta vez agrupadas en ramos expresan el sentido y el compromiso que adquieren las Weismann. Su vinculación a la resistencia la hacen a través de las flores, el ramo es el mensajero, el puente de comunicación del que jamás sospecharán las fuerzas represivas: aprobaron enviarle un ramo de flores rojas y unos billetes, dejarlos en el lugar descrito y no hablar más del asunto (2008; 47). Esta actitud de las mujeres de origen alemán es apenas predecible por cuanto en la prospectiva de sus vidas está la venganza que deben realizar contra quienes vejaron a su lejana familia. Fue, ante todo, como lo expresa la novela vincularse de esa manera al apoyo a la vida. (2008; 48). Los ramos en su inocente presentación se convierten en puente de comunicación, en el correo de la esperanza y la posibilidad de derrotar la barbarie.
Los ramos también presentan una
significación secundaria y dejan entrever cierta distensión entre las Weismann
y los habitantes del pueblo. La iglesia es adornada precisamente con las flores
que ellas llevan y la participación en el ritual católico las ubica en el mismo
plano, sin que el narrador enfatice este hecho, pues pertenece a las catálisis
indispensables para lograr la coherencia narrativa.
Recapitulando sobre el simbolismo de las
flores se puede afirmar que su papel es vital como epicentro de sentidos, pues
allí se expresan desde lo erótico, hasta lo estético pasando por el compromiso
político que asumen las Weismann, el imaginario colectivo, el termómetro de la
situación y hasta la premonición por los hechos que han de ocurrir. Esto último
se evidencia en una de las visitas que realiza Ramón a Gloria: Miró que las flores sembradas en meses
anteriores tenían colores opacos (2008; 33) y este es el presagio que marca
el desarrollo de los acontecimientos que terminan con la muerte del jefe de la
resistencia.
Como hemos visto los ejes temáticos del
exilio, la violencia, el erotismo y el jardín se desdoblan en múltiples
sentidos y crean un atmósfera donde, si bien hay momentos en que se respira el
terror, no necesariamente se cae en la descripción escueta, lo que constituye
uno de los valores de la novela, como ya se afirmó antes. Pero no se trata
solamente de elusión como mecanismo narrativo, sino que de ella surge el papel
del símbolo como conocimiento previo y su materialización en una prosa
aséptica, que, sin recurrir a demasiados artificios retóricos, da cuenta de las
acciones y los ambientes, sin poder liberarse completamente de cierto lirismo.
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"Desquite" |
El lenguaje de la violencia cede el paso
a un campo lexicográfico rico en alusiones a los sentidos. La descripción
escatológica desaparece ante la mención morigerada. Los hombres no habían alcanzado a soltar la respiración cuando
sintieron el latigazo en la espalda llevándoseles la vida en el aroma de las
flores (2008;77). Aquí no se percibe el morbo de otros textos que se
aferran a mostrar los cuadros dantescos con la pretensión de alcanzar un impacto
contundente en el lector, cuando en realidad están limitando su imaginación, ya
que él tiene todas las posibilidades de reconstruir las imágenes sugeridas por
narrador.
Junto al lenguaje que transita por la
economía y la poeticidad aparece la estructura del narrador como otro elemento
que logra contribuir a la síntesis narrativa. Predomina un narrador
extradiegético que se alterna con los breves monólogos de algunos de los
personajes, situación que permite fluidez, pero también redondear la historia,
pese a la brevedad del número de páginas.
Treinta años después de su aparición la
novela de Jorge Eliécer resiste una serie de análisis densos y todavía el
lector puede encontrar sentidos y significaciones que se esconden ante las
primeras lecturas. El paso de los años ha permitido una valoración más
objetiva, pese a que los hechos narrados siguen sucediéndose en el país, tal
vez con métodos más refinados, pero igualmente salvajes. La violencia como tema
recurrente de nuestra vida social sigue presente en nuestra literatura, pero no
exactamente como testimonio realista, sino con propuestas como la que se
explicita en esta novela, donde existe una recreación que surge de lo horrido
para instaurarse en el campo de la estética como lo presagiaba Baudelaire.
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Baudelaire |
La resonancia de las teclas en el pequeño
apartamento del barrio San Diego de Ibagué persiste en mi memoria, como también
la viva emoción de Jorge Eliécer leyéndome un párrafo. Tres décadas después El jardín de las Weismann va de anaquel
en anaquel y de mano en mano atrapando lectores y el sargento Peñaranda dejando
escuchar el chasquido de sus botas sobre la historia de la literatura
colombiana.
Bibliografía
Arguello,
Rodrigo (2006). La muerte del relato
metafísico. Ambrosía editores. Bogotá.
Garagalza, Luis
(1990). La interpretación de los símbolos.
Antropos editores. Barcelona.
Ortega Cuartas,
Julio (2007) Escrituras de España y
América. Iberoamérica. Madrid
Paz, Octavio
(1994) La llama doble, Amor y erotismo.
Seix Barral. Madrid.
Said, Eduard
(2005) Reflexiones sobre el exilio.
Debates. Barcelona.
Libardo Vargas
Celemín, nació
en Ibagué, en 1952. Especialista en la Enseñanza de la literatura, Profesor
Asociado de la Universidad del Tolima. Director del Grupo de investigación en
Literatura del Tolima.
Libros publicados: Tururá
(1989); Las estaciones del olvido
(1996); Más allá del infierno (2004); Una mujer difícil y otros textos breves
(2009).
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