El Jardín de las Weismann*
Gustavo Álvarez Gardeazábal
Gustavo Álvarez Gardeazábal |
Nota publicada en El Colombiano, 1978 |
Sin embargo, como ya va siendo demasiado habitual
este comentario de libros cada semana y como las palpitaciones positivas o
negativas han hecho parte vital de todos los comentarios de libros de todas las
épocas y, como además en un país tan huérfano de información sobre los libros
que aparecen no pueden adherirse a las prevenciones perfectísimas de los
aspirantes al papado de la crítica literaria, resulta casi que imposible
quedarse callado ante los valores y trascendencia que posee la novela de Jorge
Eliécer Pardo, El Jardín de las Weismann,
que Plaza y Janés acaba de poner al mercado en su colección Rotativa.
Y no se puede guardar silencio pese a todo el
sentimiento de espejo que pueda removerse, porque cuando un novelista da sus
primeros pasos luego de quebrada y no muy lucida carrera por los caminos del
cuento y se presenta ante sus lectores con una obra adherida al esquema
recordatorio de sus elementos anteriores, pero con un tono y una altura que la
convierten en asimilable. Cuando eso suceda, lo menos que puede hacerse es
guardar respetuoso silencio o esperanzadora observación.
El
Jardín de las Weismann es
una novela breve, imbuida de lleno en el mundo mitológico de la Colombia de las
últimas décadas de la violencia política. Una novela cargada de realismos mágicos
y de alusivas reiteraciones a lo eterno de los problemas del hombre en nuestro
país, del hombre latinoamericano. La historia de las mujeres alemanas que
llegaron al desconocido pueblo de los Andes colombianos a buscar la
tranquilidad que los comienzos de la guerra les hicieron perder en sus nativos
lares. Vistas como fruto de la observación tropical que las encerró en su casa
de jardines para mitificar al unísono, y por consiguiente cargadas con todo el
peso del misterio y con toda la responsabilidad de una historia muchas veces
narrada en la literatura colombiana, pero muy pocas veces contada como lo hace
Jorge Eliécer Pardo en este libro.
La vertiginosidad del relato elimina los problemas
del tiempo. La estrechez de la estructura dificulta un poco las aparentes
modificaciones ideológicas que pueden soportarse. La imposición generacional de
las alemanas originales que llegaron con un carro desbaratado y guardado en
cajas para nunca armar sino en sus recuerdos, se nota demasiado en las siete
hijas criadas en conventos mientras ellas hacían el amor en medio de jardines.
Y aunque se crea lo contrario, esa transmisión de
poderes de las alemanas originales que llegaron a un pueblo de los Andes en un
día y fecha que nunca se dicen, resulta demasiado poética para quien espera un
mayor cubrimiento de los ángulos de la anécdota graciosa de siete alemanas
encerradas en un pueblo chico haciendo el amor a escondidas todas las noches
con los guerrilleros que bajan del monte.
Pero aunque todos estos aparentes defectos se noten
en la novela de Jorge Eliécer Pardo, el gran mérito de ella reside en la forma
ajustada como ha decidido manejar los elementos de la tradicionalidad narrativa
de la violencia política colombiana, para envolverlos en actitudes mágico-míticas
o si se quiere decir más claramente, en los faldones de las alemanas que
llegaron a ese perdido pueblo de los Andes.
Cargada de alusiones, la novela utiliza el lenguaje
de los poetas. Siempre en las descripción de las actitudes y circunstancias,
tal vez le permite conocer al lector suspicaz que al escritor todavía le da
miedo avanzar en el manejo de lo narrado y que las estructuras habituales de
cuentista le pesan demasiado. Pero si bien ambas cosas pueden resultar siendo
fallas para los perfeccionistas, en la pequeña novela de las Weismann se
convierten en herramientas agradables para un cometido ambicioso.
Por lo reducido del relato (rezago del cuentista que
se mete a novelista), la historia no pierde el peligro de convertirse en
epopeya panfletaria y gana en tensión lo bastante como para saltar sus
indudables armaduras de ambigüedad y confusión que posee.
Por lo concreto del lenguaje (asomos del poeta que
debió haber sido Jorge Eliécer Pardo), la novela gana en el derecho a jugar con
el realismo, con la mitología provinciana, con esa chismografía que escala tras
escala va volviéndose mito y se mete de lleno en la eterna verdad del
guerrillero latinoamericano, ansioso de una noche de amor o de una tarde de
gloria inútil.
Para ser la primera novela de un antiguo cuentista,
la obra es de excelsas calidades. Para la literatura colombiana, ansiosa de
nuevos valores y de amables empeños germinantes, un bastón de espacialísima
importancia. Para los lectores de novelas, una obra recomendable.
Gustavo Álvarez Gardeazábal. Nació en
Tulúa en 1945. Periodista y narrador.
Libros publicados: Piedra Pintada (1965); El
Gringo del Cascajero (1968); La Boba
y el Buda (1972); Dabeiba (1973);
El Bazar de los Idiotas (1974); Los Míos; El Titiritero; Pepe Botellas; El Divino (1986); El Último Gamonal (1987); Los Sordos ya no Hablan (1991); El Prisionero de la Esperanza; Entre la
Verdad y la Mentira; Comandante Paraíso; Las Mujeres de la Muerte; Cóndores no
entierran todos los días (1971); I (2007, publicada inicialmente en
Internet).
* Alude a la primera edición, Plaza Janés, 1978. Este artículo fue publicado en el
Suplemento dominical de El Colombiano, Medellín - Colombia 1978 (10 de
Septiembre, pág. 2).
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