lunes, 30 de julio de 2012

Cecilia Caicedo El Jardín de las Weismann, una propuesta de resistencia política


El Jardín de las Weismann:
una propuesta de resistencia política[1]
Cecilia Caicedo J de Cajigas

Cecilia Caicedo Jurado de Cajigas
Las relecturas de los textos tienen como función confirmarnos o alejarnos inexorablemente de ellos. Sin embargo para emprender una segunda lectura se  precisa de un interrogante: ¿por qué volver a un texto ya conocido? Y en ello ya hay una elección de gusto. Vargas Llosa sostiene que por placer estético vuelve una y otra vez a la lectura de Madame Bovary, clásico francés del XIX, que gira alrededor de una veleidosa y a la vez sublime mujer provinciana, lectora de romances y enamorada del amor. 
Carlos Orlando Pardo, Mario Vargas Llosa y Jorge Eliécer Pardo, 1972

Para la edición del presente volumen realicé la reelectura de El Jardín de las Weismann, deliciosa tarea que reinstala al lector en la gramática de la violencia política colombiana, desde la mirada trasgresora de un grupo de mujeres extranjeras, esculturas del amor viviente que al instalarse en este suelo nuestro encuentran su propia gramática de narración, estableciendo una verdadera polifonía de voces femeninas. Las alemanas, hermanas gemelas, bellas todas y extraviadas en los caminos de América a expensas del desastre de la primera guerra mundial, le permiten al autor presentar, desde la metáfora, una concepción política de una Colombia convulsa en el fragor de la batalla bipartidista de la tradición nacional hacia la mitad del siglo XX.

El piso exterior de la novela El Jardín de las Weismann[2] da cuenta de las niñas desoladas que sin saber español siquiera cruzan la mar oceana, protegidas por un marino hispánico que no pudo alcanzar el propósito de la seducción y se  vio obligado a asumir el rol del padre protector:

El marinero tatuado le pidió a Yolanda Weismann una conversación mirando el mar, mirando lo indefinible en la distancia. Era español pero había recorrido muchos sitios en busca de una mujer que lo hiciera quedar en cualquier puerto del mundo…..Desde ese día, la contemplaba desde la distancia, con los ojos llenos de lágrimas. Una niña de estas, tan bella, que se salvó de la guerra, no puede morir en el mar por culpa de nosotros. (53-54).


 Con unas cuantas cartas y otras tantas direcciones y nombres de sus paisanos alemanes llegan a Colombia dos parejas de hermanas gemelas, a una ciudad gris, dice el texto, que siguiendo la ruta del río  Magdalena las lleva a instalarse,  en un pueblo cordillerano, prolífico en su vegetación y en los rencores fratricidas de la politiquería vernácula. Solas, se instalan en un pueblo sin amigos, sin idioma, sin cómplices de ningún tipo. Extranjeras, ese es el primer rasgo característico, y de suyo ya es un marcador importante, extranjeras-extrañadas  y por lo tanto opcionadas para crear su propio mundo porque no hay ataduras con la externalidad y la forma cultural que las atrape. Y desde esa opción de la distancia cultural, fundan su propio espacio: La casa del amor y la Ternura: Comprensión, Cariño. Precios módicos.

De su actuación de fundantes se desprende la opción de reinventar el espacio, y en ellas por su condición de expatriadas, de caminantes obligadas, de viajeras que salen en huida, surge la posibilidad de crear una morada no solo distinta sino opuesta a lo que queda atrás, en la lejana Alemania. Fundar y modelar un paraíso primigenio, por eso esta novela parte de un concepto pos adánico. Cometidos los pecados sociales, no por ellas, sino en los escenarios públicos de los dos espacios referidos, que además tienen idénticos soportes de violación y de terror, tanto en los tiempos de la gran guerra europea, la primera mundial que lanza a las primeras cuatro Weismann, hacia Colombia por los años de 1917, huyéndole a los cruentos tiempos de esa guerra, y que igual ellas y sus descendientes seguirán los sucesos de la agitada Europa de la primera mitad del siglo XX desde la otra orilla del Atlántico, oyendo por la radio, los sucesos terribles de la segunda guerra europea en donde la Alemania Nazi persiguió y exterminó a judíos, que bien podían apellidarse Hartmann, Baum o Weismann, y cuyos supervivientes se convirtieron como el judío errante del otro paraíso de la catolicidad, en caminantes y repobladores de diversas partes del mundo.

Estas hermanas gemelas con las que se da curso a esta que será la saga de las Weismann en tanto ya  en suelo colombiano ellas han concebido y creado a sus descendientes que nuevamente vienen en parejas de mujeres gemelas, igualmente asistirán a la confrontación local gestada en tiempos de Laureano Gómez, el gran Burundún, Burunda, como lo llamó Zalamea en un hermoso texto en donde da cuenta del gran papagayo de cristal. Y en la escala local narrada en la diégesis narrativa, El Jardín de las Weismann, da cuenta de un panorama similar al de la referencia europea, aquí los Rodríguez y otros hombres y mujeres con apellidos o hispanos o indios, fueron obligados a huir, dejando la parcela, el labrantío, los pequeños o medianos haberes cuando el partido conservador, invocando la supuesta fuerza de un determinado color político obligó a las gentes de las veredas perdidas entre el risco y la montaña, a ríos humanos, a pueblos completos, a abandonar su querencia, la parcela, el hogar y el fuego construidos con el amor que da el tiempo y la constancia, para que los caciques del  color político triunfante, ayudados por el poder de los gendarmes y las armas,  se apoderaran de la vida, honra y bienes de los desplazados políticos.

Si bien son muchas las novelas colombianas que dan cuenta del terror de esa violencia ciega, liberal-conservadora, de mitad del XX colombiano, como igual existen textos y películas y obras de arte que narran el dolor impuesto por el nazismo en la Europa sacudida por los conflictos bélicos de la Segunda Gran guerra Mundial; para el caso colombiano en la novela de Jorge Eliécer Pardo, el tema es ciertamente el ya referido, pero el lector se encuentra con una variante poética de suma fuerza e importancia.

Las mujeres Weismann vienen huyéndole a un espacio marcado por el absurdo de la guerra mundial que marca los inicios del siglo XX europeo y que será expresada de manera siniestra cuando se produce la segunda guerra en la cuarta década del mismo siglo, en donde una franja de alemanes  invocaron, entre otros argumentos, la creencia en una raza superior, como justificación emblemática para usar la tortura, el dolor y la expoliación, que será seguida, por la radio, por la primera y la segunda generación de mujeres Weismann, viviendo ya en territorio colombiano.

La peregrinación por esos dos espacios les proporciona la sabiduría necesaria para asumir que aquí como allá, en proporciones diferentes, se aplica con métodos y estrategias tropicales la dominación de unos grupos humanos sobre otros. Tanto la lejana cuna europea como el espacio colombiano encontrado parten de idéntica premisa: La ley del más fuerte para erigir su poder y su victoria. Las Weismann deciden la fundación de su nueva casa enarbolando una novedosa propuesta de resistencia desde una concepción  pos adánica, con el propósito de  suplantar el terror por el amor, la imposición  por la palabra, el dolor por la ternura, el desamor por el encuentro desde, en y, con la piel. Y en este que vendría siendo el segundo piso de la novela, juega papel importante el humor. Desacraliza un mundo conventual y pacato, desde una mirada adolescente y romántica. Piel y palabra erotizada, juego político y choque cultural con el medio provinciano. Las mujeres parroquiales sienten que se sacude su cerrado circuito cotidiano pero igual la gendarmería que guarda el beneplácito de la oficialidad, siente la presencia de ojos, brazos, caricias, sexo, encuentro gozoso del amor, todo en función de subvertir el orden. Y subvertir puede ser asumido como lo que se “vuelve a verter”, echar a andar las aguas nuevamente, refundar el espacio político y el cultural cotidiano, el aquí y ahora de la intimidad, porque las Weismann intuyen que si logran la transformación del nuevo espacio que están morando podrán regresar, y solo entonces, a su primigenio espacio alemán.


Y en esa postura epistemológica hay un quiebre radical en la refundación de la morada de las Weismann,  que bien parece responder al llamado del poeta Aurelio Arturo que en su Morada al Sur invoca la relación de bionomía connatural entre el poblador y la tierra: Torna torna a esta tierra /donde es dulce la vida...[3]

La idea de retornar a su Alemania acompaña permanentemente a las sucesivas generaciones Weismann, como en todo expatriado, por la saudade que envuelve a quien se encuentra lejos de su cueva-espacio-útero, deseoso de volver como Ulises a su Ítaca, en donde a mas de los brazos de Penélope y Telémaco lo esperan los quesos hechos con la leche de sus cabras.


Por eso sostengo que la refundación de  su nuevo espacio no puede ser sino  post adánica, porque es justamente el dolor sufrido por ellas en su cueva alemana ancestral, y lo visto y sentido en el dolor de otros en la cueva nueva del refugio americano,  lo que las motiva, las invita y les impone el cambio total. Desde la visión del narrador, por la emanación de ese lenguaje, podemos sentir que al describir las situaciones y los acontecimientos, no sólo nos da formas y apariencias, sino que precisa las claves de las Weismann y su lugar en el mundo. 

En el concepto de renovación hay un nuevo logos, nueva aprehensión para la vida posible. Morar la morada es superior a habitar un espacio, morar es llenar de destino y sentido el espacio en armonía con el sueño del “deber ser” soñado. Por eso las Weismann se acogen al espacio tropical, a la magnanimidad de los colores, a la tesitura del canto de los pájaros, al verde tropical y a la feracidad del suelo. Suelo hecho pasión y sensación y sentidos desde la creación misma. Y a ese circuito las Weismann le suman la virtud de sanar, de escanciar por el placer y la ternura el tamiz de la vida. Y claro la refundación es en si misma revolucionaria, transgresora del orden constituido de violencia y de tortura. El autor sabe que inevitablemente inventamos nuestros recuerdos, por eso las Weismann se dan al oficio de reinventar no las circunstancias, sino de construir la atmósfera de su propio paraíso soñado.

Los leit motiv usados en perfecta sincronía con lo deseado por las Weismann,  que hablan desde los ojos del narrador que las describe, son  proponentes de un espacio de diálogo, de encuentro, de amor y de pasión. Mujeres niñas, que vienen en parejas, siempre dos gemelas, como Tepeu y Gutumaz, los dioses de la palabra formadora mesoamericana. Lo primero el jardín, a continuación la descripción de las alcobas del amor. Y en uno y otro los sentidos: olfato, vista, tacto. Y por supuesto las claves: tres golpes en la puerta, suaves, cadenciosos para anunciar o a Ramoncito niño, Ramón revolucionario, Ramón el perseguido. O al cura, voz de la oficialidad presta a poner orden, igualmente seducido por los sentidos que se estimulan por el eros juguetón de la palabra que embriaga.

Y a este tenor del eje argumentativo, el episodio del cura seducido por la palabra y el encanto de Yolanda tiene bajo el tamiz de su construcción un hipotexto que viene desde la remota tradición colonial, en autoría de la Monja Tunjana, Sor Josefa del Castillo y Guevara, que escribió su “Vida” y “Afectos Espirituales” en la paz del Convento de Santa Clara, en donde encontró “la atmósfera enrarecida en la cual el tiempo parecía haberse anclado en el siglo XVI”[4]. En uno de sus “Afectos”, señala hermosamente que estando, ardida en fiebres, a la hora del amanecer, en la hora de la ensoñación, el claroscuro rodeando la soledad de su habitación, paredes blancas, una cama jergón,  los primeros y tímidos rayos de luz  penetran por su puerta  entreabierta iluminando al Cristo Crucificado, único motivo que acompaña su aposento monjil. Y ese instante, “deliquios del amor divino”, es aprehendido por el lente narrativo que se detiene en el preciosismo de la descripción para subrayar el sentido de la fruición desde la cual la monja tunjana contempla al Dios amado, mediante una manifiesta y despierta sensualidad, propia además del barroco americano.

Desde ese precioso hipotexto, emblemático del  “misticismo que se ciñe a nuevos módulos para la plegaria, maneras del saboreo y del tratamiento de los manjares, que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso” afirmación anterior formulada por José Lezama Lima[5], para referir un elemento esencial de los barrocos culteranos, de ese hipotexto  de la monja tunjana en relación hipertextual no explicitada por Pardo en El jardín de las Weismann se lee:

Yo estaba en mi cama, sola, cuando sentí que el cuerpo se me agrandaba, es para que descifre la situación, padre, vi una luz que penetraba por debajo de la puerta, ¿ quiere ver cuál es la puerta?, camine por aquí padre… Son las tres de la mañana, lo sé porque escucho el reloj desde este sitio con la misma nitidez como se puede escuchar desde el comedor. Se recostó en la cama completamente blanca. Las palabras salían con la misma delicadeza del lugar, con la misma delicadeza como el cura respondía al presunto milagro… Yolanda sintió que dos ángeles salían de su intimidad pero solamente nació la última de las Weismann, sin gemela, y ellas alarmadas comentaron que estos eran asuntos de Dios y de sus ministros [6].


La relación hipertextual funciona en la novela de Pardo desde un lenguaje paródico, y como tal el desencadenante es el humor ingenuo que nos permite leer la manera como la Weismann explica al sacerdote el sentido milagrero de su casa del amor y la ternura, el código de lectura, es el del espejo que viene a reflejar  lo religioso desde elementos culturales que reordenan e interpretan “la casa del amor” de las Weismann para contrarrestar las concepciones rígidas con que inveteradamente se ha interpretado el cuerpo de mujer y las relaciones políticas prohibidas al género femenino, en la cultura tradicional.

Y este es el tercer piso de la novela, para señalar solo unos de los muchos niveles de esta novela de Pardo. Política  como espacio a ser quebrantado, como escenario a ser visto desde otra perspectiva. Las Weismann echan mano no solamente a sus encantos sino a su inteligencia: competitivas entre ellas, enamoradas por parejas de gemelas del mismo hombre, desafiantes de los poderes dominantes, lo aplican tanto a su vida (ellas deciden cuando y con quien tener sus hijas) como al escenario de lo público (esconder a Ramón, el guerrillero, auxiliar con dinero la causa de los rebeldes, crear un teatro perfecto para el amor por lo social, etc).

Un cuarto piso textual aparece en la presencia de Yolanda Weismann, líder de sus hermanas y férrea alemana en la conducción de su propio rebaño. Mujer fuerte que no consigue ahogar la personalidad ni el carácter, tampoco se lo propone, de las otras Weismann, Sin hombres que dominen su mundo, ellas actúan como nuevas amazonas: procrean solo hijas mujeres y esta segunda generación llegadas a la edad de tomar decisiones resuelven sin mas abandonar su internado de monjas, desafiar a las madres-tías y tomar posesión del espacio creado. Ciclo cerrado en la redondez de esta novela. Pardo ejercita en esta saga el ansia placentera de repetir, reelaborando una amplia superficie en donde la mujer duplicada se desborda a si misma dentro de un sensual disfrute. De ello se desprende otro elemento que es  de por sí lo más peculiar de la focalización argumentativa: la relación entre política y el lenguaje del cuerpo de mujer. Y en este nivel la novela de Pardo reclama para si una pregunta que Helena Araújo  propone en lecturas de género: Cómo, dónde hallar ese lenguaje-cuerpo, lenguaje deseo; cómo poetizar sin dejar de politizar?[7] Desde el lenguaje analógico, manejado por Jorge Eliécer Pardo, las Weismann construyen la casa del amor y la ternura, que termina siendo de una parte un sitio de confabulación política, de pretexto para el refugio de un hombre que es parte de un movimiento revolucionario clandestino, Ramón, pero de otra el vocabulario erotizado está tomado del espacio al cual se pretendía confinar a la mujer, que expresa el deseo femenino como lenguaje del cuerpo, pero ahora, especialmente con Clara Weismann que finalmente abandona la casa para unirse a la guerrilla, la nueva mujer está en correspondencia a un nuevo sujeto consciente de sus deseos y necesidades y dispuesto a no seguir en el mundo de las prohibiciones.

Esa recurrente lectura del mundo que le interesa a Pardo, desde la novela comentada líneas arriba, se desplaza con profundo dolor a contemplar lo incierto de nuestro rumbo social en el cuento Sin nombres, sin rostros ni rastros, con el que el escritor tolimense obtuvo el Primer Premio en el concurso nacional convocado inter-institucionalmente por el Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana de Colombia, la organización Dos Mundos, la Defensoría del Pueblo, Las Organizaciones de Derechos Humanos, bajo los previstos de asumir el doloroso presente del desplazamiento, desaparición y violencia, que caracterizan dramáticamente nuestra realidad nacional.

El narrador crítico es una mujer y este hecho no es indiferente, la voz monologante de una mujer sin nombre, es solo un yo femenino, que desde el giro de su singularidad concita  el plural ahogado de todas las voces en un pueblo: “No importa que seamos un pueblo de mujeres, de fantasmas, o de cadáveres remendados, no importa que no haya futuro”, que es una frase que vuela como coda final a esta cantata al dolor y a la angustia de madres, esposas, hermanas, hijas. Voz de mujer sola que conlleva el dolor de sus hombres muertos.

Y es esa voz unívoca, una mujer en soliloquio narrando, para permitir por vía de contrastación la pluralidad de voces del dolor y el coraje. Esa voz de mujer sin duda viene desplazándose quedamente desde El jardín de las Weismann, en una clara trasposición diegética[8], esa voz de Clara o  de Yolanda deslizan su sentido hasta este cuento de Pardo que parece decirnos a los lectores que solo una voz de mujer puede superar las dificultades, puede armar una respuesta colectiva ante la ausencia de los hombres que han sido “desaparecidos” en la guerra cotidiana, que no sostiene batallas de frente sino actos aleves para desaparecer o “invisibilizar” las voces indefensas. Esta lectura de género que hace Pardo se expresa a menudo en el conjunto de su obra y ellas, las mujeres se expresan desde su exacta antítesis a la  tradicional pintura de las necesidades ligadas al adorno, al decorado, al ornamento. Por eso, y en una lección sutil pero de absoluta firmeza, la actitud de la mujer que narra en este cuento-crónica propone asegurar lo necesario para asumir, y con que fuerza poética lo concibe el autor, el camino de sanación y el duelo necesario, porque: “A todas en el puerto nos han quitado a alguien, nos han desaparecido a alguien”.

Pardo se vale de una narradora intradiegética, para acentuar el tono emotivo de la historia, enfatizando el angustioso contenido emocional que logra embargar al lector. El ritmo siempre “in crescendo”  centra su esfuerzo en la necesidad de las mujeres, que están como danzando en macabro escenario para recuperar un muñón del ser amado, un tórax o una extremidad, o talvez se hagan a  una cabeza varonil que refleja en sus ojos abiertos el rostro de su asesino, y con esos restos de los sin nombre y sin rastro alguno restituir la comunicación “imposible” en un nivel físico y tangible, por otra establecida en el amor de la reparación del cuerpo del  amado. De ahí que la tensión se mantenga mediante el uso sistemático y casi exclusivo del tiempo presente. “Sabemos que los cuerpos buscan sus trozos y que tarde o temprano, en esta vida o la otra, volverán a juntarse”. Y líneas adelante concluye esa voz narradora, después de que cada una ha vuelto a construir a su ser amado, con partes de cuerpos de otros Juanes, Pedros o Mateos que: “Pegamos las fotografías en los vidrios de los ataúdes para despedirlos con caricias en las mejillas (…) Es como un nacimiento al revés: parido entre el agua del río y lavado después en la arena (…) Nos hemos contentado con recibir y adoptar pedazos porque tener uno entero es tan difícil”.
La palabra argumentativa es en este cuento de Pardo una red que está en conexión con la relación del hombre con el mundo, la percepción, la mirada y las manos que tejen el cuerpo del hombre amado con partes de otros hombres, para volver visible su recuerdo. Culmen del ascenso narrativo que se logra con un exacto manejo del lenguaje. No sobra una palabra ni sobra un elemento. Sobrio y entre mayor es el recato en el uso verbal mas fuerte e intensa se torna esta narración que refiere la permanencia de la violencia política y social, cuya actualidad está ahí en el hecho de que jamás ha desaparecido en el ultimo siglo de nuestra historia contemporánea.


Pereira, Octubre 15 de 2008





[1] Nota inédita.
[2] Pardo, Jorge Eliécer. OBRA LITERARIA (1978-1986). Pijao Editores, Bogotá, 1994. Las citas de este texto corresponden a esta edición.
[3] Estrada, Manuel “Homenaje a Aurelio Arturo”. Gobernación de Nariño. 2004. s/e.
[4] Arrom, José Juan. “Esquema generacional de las letras hispanoamericanas: ensayos de un método”, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1961. pág 56
[5] José Lezama Lima. “La expresión americana”, Santiago, Editorial universitaria, 1969, pág 34.
[6]  Pardo, op cit. Pags 66- 67
[7] Helena Araújo, “Yo escribo, yo me escribo”, en Revista Iberoamericana, núms.. 132-133, 1985, pág. 460
[8] Concepto aplicado desde la teoría de  Gerard Genette. Palimpsestos: “ el hipertexto transpone la digesis de su hipotexto para acercarla y actualizarla a los ojos de su propio público”. Taurus, 1989, pág. 387

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