lunes, 30 de julio de 2012

Benhur Sánchez Suárez: Un Jardín que se mantiene florecido


Releer una obra de ficción no es una decisión muy común en nuestro medio, y menos si se trata de una obra colombiana. Hay muchos que se ufanan de repetir hasta la saciedad la lectura de algún autor clásico, vaya uno a saber si es cierto, pero tratándose de uno de sus contemporáneos si acaso dejan deslizar una mirada torva y de soslayo para luego opinar sin ni siquiera haber intentado una primera lectura de su obra. Hay otros que son fundamentalistas en su relectura, pululan en las calles, las aulas, los pasillos, los cocteles, son lectores de un solo autor, estrechos en su mirada de la vida, cerrados al goce de la diversidad del mundo. Es como si se releyeran a sí mismos. Yo, por lo menos, leo y releo por placer estético y conocimiento.
Son muchas las causas por las cuales uno relee una obra. Principalmente por el impacto que representó su primer descubrimiento y la curiosidad interior de volver a vivir esa sensación descubridora. Sin embargo, se corre el riesgo de la desilusión, en el sentido de encontrar el texto menos contundente de lo que fuera en la lectura inicial A veces el capricho de una imagen que se desdibuja en el nuevo acercamiento o un personaje que ya no tiene la misma fuerza de antaño, capaz de estremecer y transformar nuestra humana contextura. A veces uno como lector prefiere mantener el bello recuerdo de la percepción primaria.
Puede resultar también que los parámetros con los cuales medimos su importancia en su momento ya no sean los mismos, es decir, no satisfagan los nuevos requerimientos que la vida nos ha dado en su paso inexorable. O un cúmulo ya incontable de lecturas que nos ha dejado innegables enseñanzas, un mar insondable en que se ahoga el tiempo. Sin embargo, una obra de valor sobrepasa esos pretextos que erige la sensibilidad humana para pasar de largo y siempre se nos muestra deseable.
Claro que una novela de la cual se siga hablando, a pesar de los años transcurridos desde su primera edición, como El jardín de las Weismann (alguna vez Hartmann y en una ocasión Baum para la televisión) indudablemente motiva volver a ella. Y más si esa lejana aparición estuvo rodeada del orgullo juvenil, propio de la amistad y del afecto. Sin embargo, puede suceder que la relación la deterioren la vida y el tiempo, pero al libro y el placer de su lectura, no.
Jorge Eliécer PardoVolví a releerla porque es una novela que a pesar de ser publicada hace treinta años mantiene su vigencia. Claro que Jorge Eliécer Pardo, su autor, hizo las correcciones de rigor para una nueva edición, como lo anticipa en la última edición de su novela, aunque no modificó para nada su esencia. Exigencia que, por supuesto, se impone un autor responsable consigo mismo y con sus lectores.
Mi primera lectura y el ambiente en que se produjo me indicaron que El jardín era una buena novela colombiana. Mi segunda lectura me demuestra que sigue siéndolo. Es reflejo de la Colombia de ayer y de la actual. No me ha desilusionado, por tanto, y con ella he superado la prueba de la relectura, que no es mi mayor afición pero que hago sin obligación ni prisa.
Recuerdo que desde su aparición se consideró como una novela de la violencia o, mejor, se encasilló en esta temática. Incluso algún crítico ha terminado por denominarla un “clásico de la literatura de la violencia colombiana”. Una buena novela no debería clasificarse, es buena y eso basta. Quizás lo hizo por ese afán taxonómico de la crítica literaria, que es más un intento por acercarse a la pedagogía que a la literatura. No olvidemos que en aquellos años de polarización política se estigmatizó el tema y se llegó a dudar de su importancia por un afán, hasta ahora no superado, de eliminarlo de la conciencia colombiana. Lo que saco como conclusión es que El jardínes una buena novela sin necesidad de ese encasillamiento.
Pues sucede que con la nueva lectura de la novela, en la publicación hecha por Pijao Editores en su colección50 novelas colombianas y una pintada, he podido revaluar ese concepto, ese San Benito, como decían nuestras abuelas. Ahora pienso que no era ni es sólo una novela de la violencia sino, ante todo, una novela del amor, de la soledad y del desarraigo. Tiene como marco la violencia —¿qué no lo tiene en este país que se desangra a punta de balazos?—, pero su planteamiento, antes que registrar la cotidiana cosecha de muertos, es el de la esperanza pues aunque no hay un final feliz, a la usanza decimonónica o telenovelera actual, queda la sensación de una posibilidad de salvación a través del amor. Mientras haya sentimientos, siempre existe una posibilidad de luz al final del túnel. La realidad es trágica, no se puede desvirtuar, pero justamente el autor lo que logra con altura literaria es posibilitar, en la imaginación del lector, una escapatoria decorosa para continuar la vida.
Como dije al principio, la posibilidad de la desilusión es grande. Pero con la relectura de El jardín volví a experimentar esa atmósfera de miedo, que debieron sentir los sometidos por los tiranos de su época, que no es el miedo a morir sino a no encontrar la salida. Drama que se vive en la actualidad, otro factor que, sin lugar a dudas, coadyuva a la permanencia de la novela. El retrato sigue ahí, sin deteriorarse. Ella atiende más a los sentimientos humanos que a las circunstancias y a los detalles de las desapariciones, de la sangre o de la muerte.
Volví a sentir también la ansiedad, cercana al odio, por ver desaparecer al sargento que sembró por doquier humillación, terror y sangre. Ese paradigma del mal, caricaturizado tantas veces en la ficción, igual que los gamonales y los curas, símbolo de la injusticia que, sin ningún pudor, lo impulsa a ordenar el asesinato con el “intento de fuga” como disculpa. Conducta tan parecida a los “falsos positivos” de hoy.
Viví con más intensidad la soledad de las Weismann, esas mujeres a quienes las circunstancias de guerra y violencia obligan a dejar atrás su país natal para involucrarse en el vórtice alucinante de nuestra violencia cotidiana. Es patética su lucha por encontrar interlocutores, cambiar sus conceptos para adecuarse a una nueva realidad, como los miles de colombianos desplazados de sus lugares de origen, también sometidos a la eterna búsqueda de una solución.
Experimenté la amargura de los múltiples desplazamientos que se tipifican en los personajes de la novela, que no son otros que la injusticia con que los dueños del poder expropian las esperanzas de los pueblos. Percibí la solidaridad, esa búsqueda incesante del otro, esa lucha por mantenerse erguidos a pesar de tanta humillación y tantas negaciones. Ese volver a empezar, tan característico del pueblo colombiano.
Y asistí otra vez a la magia del amor, de la entrega, porque la única posibilidad de continuar la vida es a través de la unión, no importa si se muere o se desaparece porque queda sembrada la semilla.
Esas múltiples sensaciones son las que posibilitan la permanencia del texto. Por supuesto que toda esta radiografía de esa década sombría sólo puede ser releída porque el proceso de escritura se ajusta al tema tratado. Sólo un lenguaje poético puede trasvasar la tragedia a la conciencia como una experiencia positiva. En la relectura percibo el lenguaje más diáfano, tal vez, más fluido y, quizás, sea el equilibrio entre el tema que se cuenta y la manera de contarlo lo que la hace perdurable.
Es gratificante para la literatura colombiana tener un Jardín que se mantiene florecido.

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