lunes, 30 de julio de 2012

Leonardo Mora Jorge Eliécer Pardo y El jardín de las Weismann: Una poética insobornable en el final de los tiempos


Jorge Eliécer Pardo y El jardín de las Weismann:
Una poética insobornable en el final de los tiempos*
Leonardo Mora

En épocas adversas y de perspectivas funestas para quien se precie de pertenecer al trágico género humano, en tiempos en los cuales las Atenas acusan perder su condición ancestral y duramente forjada de humanidad, las mediterráneas y las suramericanas, en días en que la sádica furia de las instituciones amenaza con reducir al individuo a una mera pieza desechable de la gran máquina, me prosterno y ruego a la Providencia, que en medio del cataclismo y la infamia, la cabeza del hombre jamás pueda reducirse a una sola, para que alguien pueda segarla de un golpe.


En un rincón olvidado y suburbial de la Villa de San Bonifacio de Ibagué del Valle de las Lanzas, día a día me alimento devotamente de Arte, buscando que su espíritu me llene y sea capaz de expresarse en una voluntad enorme de sobrevivir, aunque mis ojos se vean hostigados por millones de fracasos, en la diaria y negativa experiencia de la muerte.

Son febriles y abyectas las batallas que se han librado. Entre mis alforjas de peregrino alucinado, hay treinta piezas de plata, una cruz con el Redentor traicionado, una flor azul, la imagen de una bella aprendiz que hoy me ha olvidado, el eco de La Divina llorando por salir del encierro, y unos pérfidos sofismas que la insolencia de los hombres, jugando a simular la eternidad de los dioses, ha dado en llamar libros.

Uno de estos lo escribió Jorge Eliécer Pardo hace exactamente treinta años, y tiene por consigna narrar etéreamente algunos momentos de la vida de unas bellas hermanas extranjeras, y su desolación perdida en las dunas de un pueblo inequívocamente latinoamericano y por ende olvidado, llámese Comala, Macondo, Santa María o Armero. Quien se haya dado el lujo de introducirse en El jardín de las Weismann, novela de lenguaje indócil y de extraña materia como la que componen los sueños, podrá sentir que es discutible el carácter de veracidad de sus ciento cuatro páginas —lo que en últimas carece de importancia— pero no el de la belleza que arrebata y seduce como el erotismo de las de las hermosas protagonistas.

¿Por qué después de treinta años colombianos de caída tras caída, de promesas incumplidas y de esperanzas abruptamente malogradas, de sangre destilada sobre los remolinos del río grande de la Magdalena, y de asistir a los adeptos y no actores que se empeñan en tomar las riendas de un gigante que lejos están de siquiera sospechar, la fuerza de El jardín de las Weismann es certera y evidente como los dedos de Gloria dibujando sus amores perdidos en las carcomidas paredes de la casa de los pinos? Son diversos los motivos —además de los ya aducidos—, por los cuales los sillones donde nos arrellanamos solicitan a todas voces que el libro que nos robe la atención sea una novela en que florezca un jardín cultivado por manos de doncellas germanas, que extasíe cual absenta los sentidos, y nos asesine lentamente de placer, como la sonrisa cómplice e incompartible de la mujer amada.

El inmortal Alfonso Reyes nos obsequia una razón: porque el escritor debe ser el testigo insobornable de su tiempo. La literatura es tan polivalente, tan diversa, tan versátil, tan maleable, tan puta, tan traicionera para con el mundo habitado, que a veces surgen de su seno obras que son el cross —léase golpe— a la mandíbula como quería Roberto Arlt. No muchos hombres y mujeres pueden vivir sin remordimiento en la vieja y perniciosa torre de marfil, y optan en cambio por descender a nuestra tremenda realidad y nuestros problemas vitales: seres humanos hambrientos, masacrados, ultrajados, engañados, ilusionados, sorteando el plomo y el puñal que esgrimen quienes han sido despojados de toda condición humana y son compensados con unas cuantas monedas. Tales hombres y mujeres hacen que su literatura revista un significado de denuncia y compromiso político, sin concesiones para con un sistema que pretende pervertir el sentido crítico y de no adhesión de la población, y sin necesidad de traicionar con prosa barata uno de los objetivos que ineludiblemente debe tener esa cosa que se llama Arte: antes de publicar pasquines mediocres de cuño seudo-ideológico, o libros desabridos, higiénicos y faltos de carácter, saben elaborar poesía capaz de incrementar la conciencia humana.

Leo El jardín de las Weismann, y encuentro la historia que se resiste a olvidar los siglos de violencia y furia que en nuestro país han sido el pan de cada día, desde tiempos ancestrales. Se pueden contar con los dedos de la mano las ocasiones en que un verdadero artista de la palabra se sentó con pluma aguzada a dar cuenta de las cosas non sanctas que acontecieron en Colombia, durante el siglo XX, especialmente después de la segunda mitad: (Me disculpan los omitidos o su corte) Mejía Vallejo, Zalamea, García Márquez, Álvarez Gardeazabal, Téllez, y desde luego, Pardo). Estos autores comprendieron que el en el hombre y la mujer colombianos hay un mayor propensión de la violencia que en otros espacios del orbe —dadas ciertas determinaciones históricas y de vida—, a incubarse y a manifestarse en ellos. Los conflictos sociales, las carencias materiales, las atávicas costumbres morales y religiosas, el enajenante intervencionismo extranjero, entre diversos factores negativos más, han signado al hombre de este suelo y le han impedido hasta ahora arrojar el lastre que lo condena. Y lo más importante, tales escritores tuvieron la capacidad estética de convertir tales asuntos en un lenguaje artístico poderoso y sugerente, sin caer en la redacción de crónicas de valor estrictamente documental.

Adornianamente hablando —permítaseme sin mayor reproche el neologismo—, estos artistas de la palabra saben —saben porque están más vivos que nosotros mismos— arrancar los elementos de la realidad de sus conexiones primarias y los transforman tan profundamente que son capaces de una nueva unidad, impuesta por fuera de manera heterónoma, pero en la que se reflejarán internamente. Sus obras poseen la más lograda autenticidad, sin reticencias, porque cargan con el contenido histórico de su tiempo. Y precisamente esa historia, que ciertas esferas nos quieren hacer olvidar, se patenta dolorosamente en los libros de los autores mencionados arriba, porque la verdadera y desangrada Colombia está presente en ellos, no la patética y cobardemente optimista de eslogans como “Colombia es pasión”; Adorno además plantea (en su Teoría Estética) que las zonas socialmente críticas de las obras de arte, son aquellas que causan dolor, allí donde su expresión históricamente determinada haga que salga a la luz la falsedad de un estadio social. Y hay que ser muy ingenuo, por no decir vendido, o imbécil, para no saber que en nuestro caso, ese estadio, además de falso, está podrido; la corrupción y la decadencia permean todas las instituciones que se dicen reguladoras del orden social —las mismas que cada día están más lejos de cumplir con eficacia los nobles objetivos que las originaron—, y ello, no puede tolerarse un segundo más; necesita ser, de manera inaplazable, manifestado en todas las formas, incluyendo, quizás la más efectiva, la estética. Al respecto dice Wilhem Dilthey en Literatura y Fantasía, que la congenialidad del artista con su objeto, en cuya virtud, por medio de su configuración libre, expresa la verdad con mayor profundidad, hace más comprensible a la realidad, de lo que lograría cualquier copia o análisis. Si consigue esto, entonces los hombres verán a través de sus ojos, reirán y llorarán con él y aprenderán de él ya sea amar el mundo, ya sea desesperar del mismo.

Hay un libro que nació como el más bello jardín edénico, hace treinta años, y las flores que ostenta se resisten a marchitar y a dejar de destilar exquisitos olores, como los de los cabellos de unas instintivamente seductoras hermanas, que dejaron las frías tierras germánicas para asentarse en pleno corazón del trópico, que es el sexo de la tierra, según predica otro comprometido, Miguel Ángel Asturias. En una tierra abonada con los cadáveres de ojos abiertos de todos los hombres y mujeres que un día vieron la luz del sol con toda la expectación del alumbramiento, sin pensar en verse más tarde envueltos en el fuego provocado de un averno como el que Dante Aligheri hace varios siglos cantó para las generaciones venideras, el ímpetu de un creador dio origen a un mundo escrito de colores y olores, tierno y ardoroso, que a versos repletos de esa pasión y locura como las que sólo saben prodigarse quienes se hunden en las dolorosas aguas del amor, osadamente se antepuso a la violencia que los gestores de la devastación sembraban con cada bala mortal que se incrustaba en la piel, y brindó por el goce de la vida y el espíritu.

Un escritor libanense, que se toma el Arte en serio, a diferencia de esos cansados hombres de negocios que lo toman como un masaje relajante, no ha cejado en su empeño de ponerse al lado de los dolidos y sufrientes de un país que atraviesa literalmente el peor de los Apocalipsis y se precipita desaforadamente al final de los tiempos, y sigue pregonando que aún estamos vivos y que esa condición debe insuflarse de pura poesía para poder sortear el veleidoso laberinto de la realidad. (En caso de cualquier duda sólo basta leer el relato ganador del Concurso de cuento sobre desaparición Forzada, promovido —entre otras instituciones— por la Pontificia Universidad Javeriana y la Defensoría del Pueblo, en el año 2008). Según Eduardo Mallea, nuestro mundo, invernal, peligroso y grave mundo, reclama urgentemente una participación trágica del hombre-autor en el drama de su tiempo.

Cuando faltan curiosos, adviene la muerte. Que nadie nos impida llegar a todos los rincones de la conciencia humana, contemplados en las más bellas manifestaciones de un género al que despojaron del Edén, pero que mientras tanto, se consuela con el Arte. El Jardín de las Weismann, de Jorge Eliécer Pardo, siempre será un paraíso no perdido, y florecerá de nuevo para el que deseé envolverse en sus fragancias prohibidas: nunca faltarán los muertos a quienes debamos llevarles ramos de dalias, de claveles, de azucenas, de crisantemos, de rosas...


Leonardo Mora Pedreros, nació en Ibagué en 1982. Cursó estudios universitarios de Ciencias Sociales en la Universidad del Tolima.
Libros inéditos: Los dioses del desafuero; Salvaje Suburbia; Cine de Nueva York; Fantasmas en los suburbios.














* Nota inédita.

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