Jorge
Eliécer Pardo y El jardín de las Weismann:
Una
poética insobornable en el final de los tiempos*
Leonardo Mora
En épocas adversas y
de perspectivas funestas para quien se precie de pertenecer al trágico género
humano, en tiempos en los cuales las Atenas acusan perder su condición
ancestral y duramente forjada de humanidad, las mediterráneas y las
suramericanas, en días en que la sádica furia de las instituciones amenaza con
reducir al individuo a una mera pieza desechable de la gran máquina, me prosterno
y ruego a la Providencia, que en medio del cataclismo y la infamia, la cabeza
del hombre jamás pueda reducirse a una sola, para que alguien pueda segarla de
un golpe.
En un rincón
olvidado y suburbial de la Villa de San Bonifacio de Ibagué del Valle de las
Lanzas, día a día me alimento devotamente de Arte, buscando que su espíritu me
llene y sea capaz de expresarse en una voluntad enorme de sobrevivir, aunque
mis ojos se vean hostigados por millones de fracasos, en la diaria y negativa
experiencia de la muerte.
Son febriles y
abyectas las batallas que se han librado. Entre mis alforjas de peregrino
alucinado, hay treinta piezas de plata, una cruz con el Redentor traicionado,
una flor azul, la imagen de una bella aprendiz que hoy me ha olvidado, el eco
de La Divina llorando por salir del encierro, y unos pérfidos sofismas que la
insolencia de los hombres, jugando a simular la eternidad de los dioses, ha
dado en llamar libros.
Uno de estos lo
escribió Jorge Eliécer Pardo hace exactamente treinta años, y tiene por
consigna narrar etéreamente algunos momentos de la vida de unas bellas hermanas
extranjeras, y su desolación perdida en las dunas de un pueblo inequívocamente
latinoamericano y por ende olvidado, llámese Comala, Macondo, Santa María o
Armero. Quien se haya dado el lujo de introducirse en El jardín de las Weismann, novela de lenguaje indócil y de extraña
materia como la que componen los sueños, podrá sentir que es discutible el
carácter de veracidad de sus ciento cuatro páginas —lo que en últimas carece de
importancia— pero no el de la belleza que arrebata y seduce como el erotismo de
las de las hermosas protagonistas.
¿Por qué después de
treinta años colombianos de caída tras caída, de promesas incumplidas y de
esperanzas abruptamente malogradas, de sangre destilada sobre los remolinos del
río grande de la Magdalena, y de asistir a los adeptos y no actores que se
empeñan en tomar las riendas de un gigante que lejos están de siquiera
sospechar, la fuerza de El jardín de las
Weismann es certera y evidente como los dedos de Gloria dibujando sus
amores perdidos en las carcomidas paredes de la casa de los pinos? Son diversos
los motivos —además de los ya aducidos—, por los cuales los sillones donde nos
arrellanamos solicitan a todas voces que el libro que nos robe la atención sea
una novela en que florezca un jardín cultivado por manos de doncellas germanas,
que extasíe cual absenta los sentidos, y nos asesine lentamente de placer, como
la sonrisa cómplice e incompartible de la mujer amada.
El inmortal Alfonso
Reyes nos obsequia una razón: porque el escritor debe ser el testigo
insobornable de su tiempo. La literatura es tan polivalente, tan diversa, tan
versátil, tan maleable, tan puta, tan traicionera para con el mundo habitado,
que a veces surgen de su seno obras que son el cross —léase golpe— a la mandíbula como quería Roberto Arlt. No
muchos hombres y mujeres pueden vivir sin remordimiento en la vieja y
perniciosa torre de marfil, y optan en cambio por descender a nuestra tremenda
realidad y nuestros problemas vitales: seres humanos hambrientos, masacrados,
ultrajados, engañados, ilusionados, sorteando el plomo y el puñal que esgrimen
quienes han sido despojados de toda condición humana y son compensados con unas
cuantas monedas. Tales hombres y mujeres hacen que su literatura revista un
significado de denuncia y compromiso político, sin concesiones para con un
sistema que pretende pervertir el sentido crítico y de no adhesión de la
población, y sin necesidad de traicionar con prosa barata uno de los objetivos
que ineludiblemente debe tener esa cosa que se llama Arte: antes de publicar
pasquines mediocres de cuño seudo-ideológico, o libros desabridos, higiénicos y
faltos de carácter, saben elaborar poesía capaz de incrementar la conciencia
humana.
Leo El jardín de las Weismann, y encuentro
la historia que se resiste a olvidar los siglos de violencia y furia que en
nuestro país han sido el pan de cada día, desde tiempos ancestrales. Se pueden
contar con los dedos de la mano las ocasiones en que un verdadero artista de la
palabra se sentó con pluma aguzada a dar cuenta de las cosas non sanctas que acontecieron en
Colombia, durante el siglo XX, especialmente después de la segunda mitad: (Me
disculpan los omitidos o su corte) Mejía Vallejo, Zalamea, García Márquez,
Álvarez Gardeazabal, Téllez, y desde luego, Pardo). Estos autores comprendieron
que el en el hombre y la mujer colombianos hay un mayor propensión de la
violencia que en otros espacios del orbe —dadas ciertas determinaciones
históricas y de vida—, a incubarse y a manifestarse en ellos. Los conflictos
sociales, las carencias materiales, las atávicas costumbres morales y
religiosas, el enajenante intervencionismo extranjero, entre diversos factores
negativos más, han signado al hombre de este suelo y le han impedido hasta
ahora arrojar el lastre que lo condena. Y lo más importante, tales escritores
tuvieron la capacidad estética de convertir tales asuntos en un lenguaje
artístico poderoso y sugerente, sin caer en la redacción de crónicas de valor estrictamente
documental.
Adornianamente
hablando —permítaseme sin mayor reproche el neologismo—, estos artistas de la
palabra saben —saben porque están más vivos que nosotros mismos— arrancar los
elementos de la realidad de sus conexiones primarias y los transforman tan
profundamente que son capaces de una nueva unidad, impuesta por fuera de manera
heterónoma, pero en la que se reflejarán internamente. Sus obras poseen la más
lograda autenticidad, sin reticencias, porque cargan con el contenido histórico
de su tiempo. Y precisamente esa historia, que ciertas esferas nos quieren
hacer olvidar, se patenta dolorosamente en los libros de los autores
mencionados arriba, porque la verdadera y desangrada Colombia está presente en
ellos, no la patética y cobardemente optimista de eslogans como “Colombia es
pasión”; Adorno además plantea (en su Teoría Estética) que las zonas
socialmente críticas de las obras de arte, son aquellas que causan dolor, allí
donde su expresión históricamente determinada haga que salga a la luz la
falsedad de un estadio social. Y hay que ser muy ingenuo, por no decir vendido,
o imbécil, para no saber que en nuestro caso, ese estadio, además de falso,
está podrido; la corrupción y la decadencia permean todas las instituciones que
se dicen reguladoras del orden social —las mismas que cada día están más lejos
de cumplir con eficacia los nobles objetivos que las originaron—, y ello, no
puede tolerarse un segundo más; necesita ser, de manera inaplazable,
manifestado en todas las formas, incluyendo, quizás la más efectiva, la
estética. Al respecto dice Wilhem Dilthey en Literatura y Fantasía, que la congenialidad del
artista con su objeto, en cuya virtud, por medio de su configuración libre,
expresa la verdad con mayor profundidad, hace más comprensible a la realidad,
de lo que lograría cualquier copia o análisis. Si consigue esto, entonces los
hombres verán a través de sus ojos, reirán y llorarán con él y aprenderán de él
ya sea amar el mundo, ya sea desesperar del mismo.
Hay un libro que nació como el más bello jardín edénico, hace treinta
años, y las flores que ostenta se resisten a marchitar y a dejar de destilar exquisitos
olores, como los de los cabellos de unas instintivamente seductoras hermanas,
que dejaron las frías tierras germánicas para asentarse en pleno corazón del
trópico, que es el sexo de la tierra, según predica otro comprometido, Miguel
Ángel Asturias. En una tierra abonada con los cadáveres de ojos abiertos de
todos los hombres y mujeres que un día vieron la luz del sol con toda la expectación
del alumbramiento, sin pensar en verse más tarde envueltos en el fuego
provocado de un averno como el que Dante Aligheri hace varios siglos cantó para
las generaciones venideras, el ímpetu de un creador dio origen a un mundo
escrito de colores y olores, tierno y ardoroso, que a versos repletos de esa
pasión y locura como las que sólo saben prodigarse quienes se hunden en las
dolorosas aguas del amor, osadamente se antepuso a la violencia que los
gestores de la devastación sembraban con cada bala mortal que se incrustaba en
la piel, y brindó por el goce de la vida y el espíritu.
Un escritor libanense, que se toma el Arte en serio, a diferencia de
esos cansados hombres de negocios que lo toman como un masaje relajante, no ha
cejado en su empeño de ponerse al lado de los dolidos y sufrientes de un país
que atraviesa literalmente el peor de los Apocalipsis y se precipita desaforadamente
al final de los tiempos, y sigue pregonando que aún estamos vivos y que esa
condición debe insuflarse de pura poesía para poder sortear el veleidoso
laberinto de la realidad. (En caso de cualquier duda sólo basta leer el relato
ganador del Concurso de cuento sobre desaparición Forzada, promovido —entre
otras instituciones— por la Pontificia Universidad Javeriana y la Defensoría
del Pueblo, en el año 2008). Según Eduardo Mallea, nuestro mundo, invernal,
peligroso y grave mundo, reclama urgentemente una participación trágica del
hombre-autor en el drama de su tiempo.
Cuando faltan curiosos, adviene la muerte. Que nadie nos impida llegar a
todos los rincones de la conciencia humana, contemplados en las más bellas
manifestaciones de un género al que despojaron del Edén, pero que mientras
tanto, se consuela con el Arte. El Jardín
de las Weismann, de Jorge Eliécer Pardo, siempre será un paraíso no
perdido, y florecerá de nuevo para el que deseé envolverse en sus fragancias
prohibidas: nunca faltarán los muertos a quienes debamos llevarles ramos de
dalias, de claveles, de azucenas, de crisantemos, de rosas...
Leonardo Mora Pedreros, nació en Ibagué en 1982. Cursó estudios
universitarios de Ciencias Sociales en la Universidad del Tolima.
Libros inéditos: Los dioses del desafuero; Salvaje Suburbia;
Cine de Nueva York; Fantasmas en los suburbios.
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